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Afganistán, ¿retirada?

Había mandato de la ONU y había conculcación de los más elementales derechos humanos. La mujer padecía una tiranía que ni en el medievo más profundo. Muchos entonces saludamos la invasión, apoyamos la operación “Libertad duradera” en Octubre del 2001. Pensábamos en esos rostros femeninos que merecían sol, en esas niñas que merecían lápices y pizarra, en esa población que merecía aire y libertades, que no debía soportar tan perversa dictadura talibán. Pensábamos en un pago mínimo para una merecida, urgida y “duradera” libertad.

Sin embargo, después de todos estos años, la permanencia de las fuerzas internacionales en el lejano país islámico es un debate inevitable a la luz del enrarecimiento de la situación y del coste en vidas humanas, en sacrificio, en inversión...

Asalta otro interrogante impostergable: ¿hasta qué punto puede un país ayudar a otro a enderezar su destino? Tras la caída del régimen de los “estudiantes”, pensábamos inocentemente que los infames burkhas que condenaban al ostracismo y a la sombra a las mujeres también caerían, que se inauguraba toda una nueva etapa de libertades y de democracia. La realidad era otra. La noche afgana no era sólo una condena talibán, era también, en una cierta medida, una oscuridad muy ampliamente asumida.

La lectura de las noticias, revela un cultura machista, tribal y violenta fuertemente implantada en el inconsciente colectivo de este país. La equiparación de los derechos de la mujer a los del hombre está muy lejos de ser realidad. La cultura de democracia y libertades está muy limitada a círculos intelectuales. La reciente y multitudinaria manifestación en Kabul pidiendo la liberación de “los señores de la guerra” confirma el peso de esta cultura tan reaccionaria y a la vez tan extendida.

Cada pueblo está llamado a forjar sus propias libertades. Desde fuera se puede ayudar, pero tiene que haber una determinación interna a evolucionar hacia la conquista de plenas libertades y de respeto a los elementales derechos humanos. Desde el exterior no se puede propiciar lo que desde dentro no se está en plena disposición de alcanzar; no se pueden forzar tanto los procesos, so pena de intromisión excesiva.

La libertad es un grito irrefrenable del alma de las personas y de los pueblos, que ningún talibán de turno puede acallar. Ocurre que a veces no hay grito, sino voces contadas en el desierto y entonces es preciso preguntarse si merecen la pena los cuerpos inertes, envueltos en rojigualda de vuelta a casa. ¿Merece la pena tanto esfuerzo de las fuerzas internacionales, cuando la voz no es clamor, y el anhelo de paz, armonía y libertad aún no está enraizado en lo más profundo del alma popular?

 
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