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América

América desembarcó el pasado 12 de Octubre en nuestra ínsula familiar. Esta vez su nombre era Nicaragua, pero podía haber sido Honduras, Colombia, República Dominicana…, cualquiera de los apellidos de nuestro continente hermano. América entró con sus mejores galas, tímida, reticente en el velatorio. Apenas dio un paso tras la puerta de la sala del tanatorio y se apostó junta ella con un nada oculto nerviosismo.

América había estado cuidando a nuestro familiar durante los últimos años. Enseguida fue invitada a ir hacia dentro de la sala, a recibir el calor, la acogida, cuando no el abrazo de los presentes. No tardó en sentirse ubicada, apreciada, correspondida. No en vano, América acompaña los pasos renqueantes, empuja los carros, lava y cuida de la piel arrugada, atiende a nuestros mayores. Viste su camisón, apaga la discreta luz de la mesilla y se acuesta a la vera de quienes nos han traído al mundo. Conoce bien sus sueños. Nuestros seres queridos están partiendo con la caricia de América en la frente, con el recuerdo vivo de su ternura en el corazón.

No es tanto el momento de decapitar a Colón, de emprenderla a mazazos con el duro granito de un pasado equivocado, como de invitar a América a venir al centro. No es ya hora de las polémicas peroratas bien a favor, bien en contra de aquel otro desafortunado 12 de Octubre. Es hora de encontrarnos en mitad de la sala, de llorar juntos por el cariño que no podremos volcar a quien ya vuela, de celebrar el mañana que unidos sí podremos construir. La reconciliación no es cuestión de grandes discursos, sino de sencillos, imprescindibles, ahora también profilácticos abrazos. A la vuelta del tardío velatorio arrojaremos juntos al viento las cenizas de nuestras incomprensiones, el recuerdo ya felizmente nublado de otros torpes desembarcos.

 
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