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Todas las Tierras prometidas

Viaje a Tierra Santa. Séptima y última entrega.  
Las jóvenes soldado israelíes se acicalan ante los puestos de bisutería de la Estación Central de autobuses de Jerusalem. El uniforme verde olivo y el pesado fusil a la espalda no han logrado mermar su coquetería. La vida puede transcurrir aparentemente igual, pese a la alerta permanente. En el crudo Enero los espejos siguen cantando una belleza acostumbrada a convivir con el hierro. Nada quiebran las armas de fuego en esa cotidianidad tan unida a la presencia de lo bélico.

Sin embargo otro Israel es posible sin tantos scaneres, sin alambradas, sin muros, sin terror en el alma… En algún otro punto más firme, más amable y duradero deberá descansar la paz de sus hogares La seguridad nacional no podrá ser por siempre semejante peso a la espalda de sus jóvenes. Habrá que cuestionar en algún momento lo que devino tan habitual y natural paisaje. Una ciudad santa no puede tener día y noche, cada doscientos metros, vigilancia de soldados. Es demasiado caro el miedo; a pesar de la estrechez de las calles, también demasiado largas y frías las noches de invierno en la vieja Jerusalem.

Tiene que haber otra forma para ahorrar las guardias del mañana, para disolver el omnipresente caqui en esas callejuelas medievales del futuro, para liberarse de tantos desvelos por la seguridad, para impedir que la siempre latente batalla levante tan desproporcionado esfuerzo y presupuesto.

Israel puede seguir haciendo saltar a los físicos nucleares iraníes por los aires. Tiene músculo para poder ganar mañana las batallas, para frenar la amenaza que pudiera surgir del fondo de sus desiertos, pero la verdadera seguridad jamás se alcanzará con las armas y el dolor ajeno. La verdadera paz no puede comportar tanto latido del miedo.

Los jóvenes israelís comienzan ya a interrogarse por unas cargas que no tienen parangón en ninguna moderna sociedad occidental. Aparentemente la opción militar ha triunfado en las esferas de poder, en la conciencia colectiva, pero no podrá ser así por siempre. No pueden seguir transmitiendo de generación en generación ese pánico, seguir pasando a sus jóvenes el enorme fardo de esos fusiles. No pueden seguir confinando a sus hermanos palestinos entre muros. Jerusalem necesita aligerarse de tanta confrontación si quiere volver a ser santa, no en el brillo de las postales, ni de los anuncios de los tours, sino santa en el corazón por fin abierto de su ciudadanía plural. Sacralizar no es inciensar las viejas piedras de los tres credos, sino quizás abrazar lo más ajeno, lo más distante; es por fin dejarse fecundar por otros rezos, por otras letanías, es culminar la siempre cara unidad en la diversidad. No puede ser sagrada una ciudad con tanto peso de tensión descansando en sus viejos adoquines. Los muros confinan la vida siempre ancha e infinita. La frontera desacraliza, sobre todo aquella que se ancla, con su descomunal cemento, camino de nuestra Bethlehem de adentro.

Es difícil negar, con mínimo de objetividad, el milagro de tanto talento reunido, de tanto esfuerzo concentrado desde la declaración de su independencia. En tiempo record, los hijos de David han levantado una nación sobre un espacio, en gran medida, muy árido. Han juntado manos y voluntades esparcidas por todo el globo. Podrían vivir en una tierra feliz a nada que, más arados y menos armas, a nada que cayera tanta alambrada, que reconocieran los derechos que también asisten a sus hermanos musulmanes…

Nunca el sueño de unos se puede construir a consta del de los otros. El suspirado retorno a Eretz Yisrael (Tierra de Israel) no debía implicar maletas para sus moradores árabes. Una diáspora nunca se sana generando otra. El poderío de esta nación es grande pero, ¿es acertada toda su apuesta, toda su inversión? Israel puede ser referencia de lo que es capaz de culminar un pueblo unido con el pensamiento enfocado. Hicieron vergel sobre la nada semidesértica. En medio de una geografía de absoluta marginación, en la nación de Sión la mujer estaba emancipada, había urnas donde alrededor sólo moraban dictadores, había experimentos comunitarios (kibutz) en donde se ensayaba esfuerzo y cosecha colectiva.

¿A dónde llegaría el pueblo judío sin esos fusiles permanentemente a la espalda, sin el lastre de la guerra y la amenaza cotidianas? Es preciso cortar en algún punto, no el rico linaje sagrado de la Torah, sino la terrible herencia del miedo. No hay “capital eterna e indivisible”, hay Jerusalem a compartir, porque el futuro en esa Tierra Santa, en todas las tierras, será compartido o no será. Israel podrá ser otra, a nada que comprenda que una tierra bendita es un espacio donde hay un lugar para todos; que el hogar patrio no se levanta a codazos, ni tras guerras de seis días, sino tras acuerdos justos y duraderos.

Toda la tierra está prometida, pues toda la tierra está llamada a vivir en fraternidad. En Jerusalem nos jugamos mucho de ese común y superior destino. No hay pueblos elegidos, si es caso el pueblo elegido es el que más ha aprendido a dar y compartir; compartir olivares, limoneros…, compartir agua, futuro, cielo…

 
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