Me aposté discreto en una esquina y confieso que solo y silente lloré de admiración, de profundo respeto. Lloré también por mi miseria humana, por la debilidad de verme privado de aliento al primer contratiempo, en vez de carraspear con la garganta y cantar a la vida y cantar, pese a todas las penalidades, a los cuatro vientos. En medio de la zozobra, esa mujer mayor me esperaba en el metro para invitarme a recuperar mi poder, para darme una lección de coraje que difÃcilmente olvidaré. Junté en el pecho mis manos en reverencia, incline la cabeza y ella hizo lo propio. Sin palabras hablábamos el mismo lenguaje universal del agradecimiento, del respeto y del amor fraterno. Después marché a por el vagón. No investigué, no saqué libreta de periodista, ni siquiera le compré el CD, le di un buen donativo. Me bastaba su imagen firme, valiente, cargada de coraje entre todos los vientos. El tren apunta ya con su proa hacia el norte. Entre la cortina de lluvia incesante vuelve a casa un alma agradecida. Junto al bosque blanco, en el hogar helado deberá rehacer su vida, encender mucho tronco. He estado con seres extraordinarios estos dÃas, la primera la hermana que me ha dado cobijo en el gran asfalto. Catalunya siempre da. Manlleva y Barcelona me han enseñado y regalado mucho, pero la más imponente y casi desapercibida lección me aguardaba seguramente en el último momento, en la boca de MarÃa Cristina, casi a la carrera, con el maletón y todo mi despiste al viento. |
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