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No avivar rescoldo

El tren de Alsasua acerca a los sedientos de Cantábrico, a los cautivos de barandilla. Cada viernes que desembarco en Donosti los pies se encaminan solos hacia ese océano de paz que representa nuestra bahía. Después, calles adentro, me dirijo a ese otro océano de afecto que encarna la madre. En uno u otro itinerario siempre me los encuentro. 

Son la silente rémora de un tiempo duro desbordado de incomprensiones. La ciudad los acoge con respeto, pero sin mayor atención. Sólo las madres y los padres son capaces de izar el filial desatino y sacarlo a pasear en medio de la indiferencia estival. Piden una libertad que ojalá consigan, por más que no convendría olvidar que sus hijos o amigos la privaron a otros. Algo de nuestro pasado desfila puntual cada semana cargado de interrogantes detrás del discreto coche policial. Procesiona un dolor antiguo que aún no del todo cicatrizado. 

Dice el Maestro budista Thích Nhất Hạnh, que cuando somos capaces de observar con compasión el sufrimiento de otra persona nos vemos beneficiados. Observo a cada uno de esos padres, de esos amigos e íntimos de los presos y no puedo sino hacerme uno con ese dolor que también es el mío. Es una parte de nuestra humanidad, concretamente una porción nada desdeñable de nuestro pueblo, aquél que creyó en la “Patria” separada y que por ella ofrendó a sus hijos. Sería más fácil reconocer que fue un gran equívoco, que ninguna verdadera “Madre Patria” puede demandar tanta sangre y dolor ajeno, pero ellos prefieren desfilar cada viernes puntualmente a las ocho de la tarde  con esos mástiles gastados, con sus vástagos en altura. 

Fuerte lluvia y lágrimas gordas en los carteles de la “Patria” ya seriada, pero el cine y sus historias tan rejuvencidas no hagan olvidar el presente felizmente alcanzado. El celuloide no opaque la intensa labor en pro de la convivencia y la reconciliación que tantos agentes sociales vienen desarrollando desde hace muchos años en Euskadi. Estamos reuniendo las lágrimas de los diferentes colores, los desfiles de unos y otros rostros, los clamores al cielo en uno u otro idioma… Reunir las lágrimas constituye ritual pendiente. No decimos que las lágrimas nacen de una angustia igualmente injustificable, que todos los dolores brotan de un abuso equiparable, sugerimos que todos forman parte de la aventura humana en la que nos hemos visto involucrados. 

Cuando reunimos las lágrimas no equiparamos violencias, no tratamos de cometer injusticia. Efectivamente, fue más terrible el tiro en la nuca que la tortura en comisaría, pero ningún dolor nos es ajeno. Estamos intentando hacer nuestros todos los dolores, desde una imprescindible distancia emocional. Esa distancia es necesaria para no reactivar la espiral. Las emociones ya nos han atrapado todo lo que querían. Antes de la barbarie de ETA, fue la de Franco y antes la del anarquista que prendió fuego a una iglesia y antes la de una Iglesia aliada con los poderosos que ahogaba las almas libres…

El recuerdo entronizado ya en pantalla no suscite un rencor que felizmente agoniza. Ahora podemos frenar esa espiral de mutuos agravios que han ido encadenándose a lo largo de la historia. Los fuegos de ayer son hoy por fin apenas rescoldos. Podemos apagarlos para siempre. Los libros se escriban, las series se rueden sin alimentar las ascuas.  

Ahora es el momento en que esa necesaria distancia emocional es posible. Ahora es cuando podemos intentar secar las diferentes lágrimas. Ahora es la oportunidad de construir una “Patria” libre de viejas contiendas en la que por fin quepamos todos y todas sin distinción alguna. Las generaciones del futuro no nos pregunten por esas patrias tan chicas en las que sólo dimos cobijo a nuestras lágrimas. HBO quizás pueda confeccionar un mosaico para que ningún dolor quede fuera de cartel y de foco. Todos los dolores se podrían así visualizar, por más que uno sea más injusto e incomprensible que otro. 

El dolor irá diluyendo la ideología y tornando sencillamente más humano, sin color, ni etiquetas. El equívoco se ira deshaciendo, los presos volviendo a sus hogares, el desfile menguando, las víctimas restituyendo... No podemos concebir otro futuro para una patria que cada quien dimensionará con el tamaño que estime, que cada quien imbuirá de un significado propio. Un día desembarcaremos de nuevo en nuestra ciudad y ya no habrá timbre familiar entre las calles. El océano de afecto de siempre será un álbum orillado con recuerdos, pero en el camino despejado hacia la bahía, el desfile del dolor interpelante no se nos cruzará de por medio. 

 
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