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¿Derrota o encuentro?

No acierto a comprender este afán de “derrota” por el que miles de personas se manifestaban en Madrid. El estruendo ha callado y hace ya casi dos años que ETA no ha atentado mortalmente. Quizás porque no me alcanzó una cruel metralla, porque una feroz onda expansiva no desbarató mis días, cuesta comprender ese empeño de las víctimas. Desde el mayor respecto, creo que esos pasos multitudinarios no contribuyen a inaugurar futuro. La absoluta desaparición de ETA representa una de las mejores noticias que podamos esperar. Supone la culminación de un largo y firme esfuerzo colectivo. Supone la definitiva inauguración de una nueva era en la que nadie pretenda jamás volver a imponer sus postulados por medio de la coacción y la violencia. Algo de esa gran noticia ya se ha hecho realidad, pues, pese a los vaticinios agoreros, las posibilidades de que ETA, como tal, vaya a atentar son ya muy reducidas.

Otra cuestión es la derrota. No terminamos de encajar su necesidad, cuando la organización violenta ha manifestado su determinación de callar. No sabemos qué hacer con la derrota, no sabemos cómo se come. No entendemos ese empeño, esa suerte de humillación para con quienes se han arrepentido o decidido alejarse definitivamente de las armas. ¿A quién engrandece, a quién satisface ver el adversario derrotado? ¿A qué parte del ser humano colma esa proclama que puede amparar revanchismo, a su naturaleza más noble o a la contraria? ¿No se trataría más bien de alcanzar la satisfacción de ver al adversario ganado para el arrepentimiento, para una profunda conciencia de no-violencia y de paz? Derrota sí, pero quizás de la naturaleza humana que pide derrotas ajenas.

La desaparición de ETA es causa mayor de los artesanos de la paz. Defensa tajante de la sacralidad de la vida sí, persecución de quienes se comprueba que la amenazan también, desaparición de unas siglas que tanto dolor han causado, por supuesto, ¿quiebra moral de los otrora violentos?, no, no es precisa, gracias. No sabemos para qué y a quién sirve esa derrota. Esa suerte de trofeos son susceptibles de satisfacer a la sombra que nos habita, de inflar un ego, un orgullo, un resentimiento poco edificantes. En nada progresamos, todo lo contrario, con la ruina anímica de los militantes que rechazan la violencia. Animando su travesía interna, reubicándolos en la sociedad, posibilitando su inserción, permitiendo la participación política de todo su entorno, acercamos el tiempo de la esperanza. Aún hay muchos cerrojos que sólo dificultan locas ganas de iniciar una nueva vida. Aún hay un veto a “Sortu” que sólo impide la normalización política que tanto ansiamos.

¿Y si sustituyéramos la derrota por el encuentro con el adversario que por fin rechaza las armas?, encuentro como la consagración, el triunfo de lo más noble que nos habita. La cita, siquiera interna, con quien nos ha hecho daño implica un enorme desafío, toda una iniciación en nosotros/as mismos/as. Las miles de personas que reclamaban la derrota de ETA, pueden meditar sobre la eventualidad de ese comprometedor encuentro. Atender al reto del perdón para con los que se han confundido, los que han errado fatalmente, para con los que su ignorancia les ha conducido a cometer crímenes intolerables…, pudiera ser también una magnánima posibilidad a contemplar. El perdón para con el victimario, conduce al deseo de que éste rectifique y por lo tanto comience a liberarse de su propia sombra. Quien conquista el perdón no tiene interés alguno de ver al culpable derrotado, sino más bien rehabilitado, reencontrado consigo mismo y su también inmenso potencial constructor y creador.

Latir con el corazón de quien se ha equivocado puede ser el más elevado triunfo de una conciencia generosa, amén de camino seguro hacia la verdadera paz. Quizás prime apostar por lo más retador, por ese acercamiento arriesgado, iniciático para nada cándido o propagandista. Victoria sí, pero de la verdadera, triunfo sobre nosotros mismos y nuestro ansia de calamidad ajena. Abracemos el abrazo, para nada como justificación de la sinrazón y la barbarie, sino como convencimiento de que en todo ser mora, en mayor o menor medida, algo excelso, algo divino; abrazo como invocación a esa parte pura, consientes de su inmenso potencial emancipador para la víctima y el victimario.

Si en vez de marchar por la Castellana de forma masiva en pos de la derrota, diéramos siquiera algún tímido paso en pos de la reconciliación, por lo menos para con los militantes de ETA arrepentidos, abriríamos una etapa diferente, cargada de fe, de sentido, de valores. Detrás de los congregados en la Plaza de Colón el pasado sábado blandía orgullosa la mayor bandera de España. ¿Alguno de los congregados se ha parado a pensar si esa enseña con su pesada carga de imposición pasada y presente, no puede ser algo de la causa del inmenso desatino que ha representado la historia de la banda armada? Muy lejos de pretender justificar un gramo de plomo, este interrogante sólo invita a remontar al mundo de las causas, a asumir la historia y sus dolores de una forma más desafectada y neutral.

La humanidad ancha, nuestra pequeña porción de humanidad atiende como principal desafío a la superación del paradigma de la confrontación, el tránsito de la doctrina de la derrota, a la del encuentro por bárbaro que se haya manifestado el contrario. No hay vencedores y vencidos en la batalla contra la violencia de ETA. Han ganado la vida y la democracia, ojalá triunfen también mañana aquellos otros valores que más ennoblecen al humano: el perdón y la generosidad.

 
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