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¡Gracias Don Miguel!

Yo creo que se pasea y recrea libre por una Mancha inmensa, sin forajidos, ni asaltantes, sin gigantes, ni molinos. Yo no creo que Cervantes esté ahí, en esos huesos desbaratados y carcomidos, en esa estancia tan lúgubre del Convento de las Trinitarias. Dicen que es Cervantes, que en esa osamenta arrinconada, podrida está el genio, el autor de la obra cumbre. Yo no creo que la muerte tiene aguijón, ni el sepulcro victoria. Yo no creo que somos cuerpo, envoltorio que devoran un tiempo embaucador, unos gusanos hambrientos. Yo creo que somos almas que avanzamos a pie, en asnos o Rocinantes por caminos de infinitas aventuras, que atendemos batallas y desafíos interiores en un eterno aprendizaje.

El verdadero Don Miguel siguió seguramente mojando la pluma, escribiendo en papeles más ligeros novelas sin tiempo cargadas de conocimiento, narrativa iniciática rebosada de enseñanza. El envoltorio no es el alma. ¿Y si el espíritu hace ya casi cinco siglos que emprendiera vuelo y después retornara? No sé si a la misma Mancha, a Sierra Morena o a alguna “insula” perdida, pero yo creo que Cervantes volvió después a la Tierra, entonces con los dos brazos, con todos los dientes, sin tener que pasar por Lepanto, ni por el cautiverio de Argelia, entonces sin tener que recorrer los pueblos de Sevilla requiriendo lastrantes monedas, desorbitados impuestos.

En algún Castillo acabarán nuestras aventuras de esta humana condición; en alguna ceremonia, fuera de este mundo nos ungirán como valerosos Quijotes, como Caballeros por fin realizados, consagrados, pero aún hemos de dejar mucho polvo a nuestras espaldas, muchas osamentas escondidas en las estancias olvidadas de los conventos. Aún hemos de haber alcanzado muchas ventas, disfrutado de la compañía de muchos Sanchos, canónigos, pastoras y pastores enamorados… Aún hemos de habernos cruzado en esa ancha estepa de futuras vidas con lacayos apurados, “hermosas” moriscas y duquesas, barberos, bachilleres, titiriteros… Aún hemos de haber vencido a nuestros propios gigantes, defendido con nuestra torpe lanza a “cautivos” y “desdichados”, peleado y abrazado a “gallardos vizcaínos y valientes manchegos”. Aún hemos de haber sembrado infinidad de obras generosas... Tenemos andante caballería, “sucesos dignos de felice recordación” para rato en nuestra novela sin fin, en nuestro noble afán de superación interior sin tiempo, sin geografía.

Al final de todas las aventuras, aguarda Dulcinea, pero su morada quizás no es de este mundo, ni su lecho de hilo de lino. La suspirada amada, nuestra paciente y expectante alma abre sus brazos a la vuelta de nuestros recorridos serranos y manchegos, todos sufridos, conmovedores, de cualquier forma imprescindibles, para fundirnos por fin en un solo espíritu, dispuesto a hollar nuevas aventuras ahora ya en un sideral, ignoto, pero de seguro aún más apasionante, peregrinaje de infinito.

 
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