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Las únicas, últimas batallas

La sicología humana tiene enroques imprevisibles. Cuesta comprender que quien demanda para sí unos derechos pueda hacer por privárselos a otros. La historia una vez más nos alumbre… El 18 de Junio de 1940 De Gaulle lanzaba desde Londres a través de la BBC el crucial llamamiento a favor de la resistencia frente a la ocupación nazi. ¿A cuántos franceses en el interior y el exterior no se les puso la carne de gallina al escuchar aquel heroico llamado al combate por su liberación? Sin embargo esos mismos franceses, ¿cómo pudieron permitir poco después Indochina y Argelia? ¿Cómo concibieron esas últimas guerras colonialistas recién librados ellos de la opresión? Quienes tanto sufrieron por la conquista de su legítima libertad, ¿cómo la pudieron, casi de inmediato, intentar, por todos los medios, negar a otros?

Cuesta comprender que la Francia que había vibrado con el clamor contra la tiranía y la ocupación, tratará de someter a sangre y fuego al pueblo vietnamita primero y al de Argelia después. Orgullo e intereses pueden jugar estas malas pasadas, pueden llegar a enterrar derechos elementales. Una egótica nostalgia puede opacar en la condición humana su parte más noble. La gran Francia se empantanaba así, al comienzo de la década de los cincuenta, al otro extremo del mundo, en una guerra tan ensañada como absurda.

Cualquier comparación, como las que se prodigan en nuestros días, entre las guerras de Indochina con la actual de Malí, obvia el avance evolutivo de las personas y los pueblos. No, gracias a Dios, Dien Bien Phu no aparece en el mapa del desierto y los franceses de ninguna forma permitirían en nuestros días enviar a sus jóvenes al frente en la defensa de meros intereses coloniales. La más furiosa y larga batalla del cuerpo expedicionario francés en Extremo Oriente marcó un antes y un después. Aquellos 170 días de enfrentamientos a gran escala, aquella atroz batalla, marcó el comienzo del fin de todo el período de “la grandeurâ€. Era aún cuando grandeza se podía identificar con colección de pueblos sometidos. Las casi seis décadas transcurridas tras el estrepitoso fracaso de Dien Bien Phu no han sido en balde. Dan para mucho madurar, dan para el paulatino emerger de una conciencia de paz, de relaciones en plano de igualdad.

La grandeza cambiaba ya de órbita, dejaba la jungla lujuriosa y sus intereses espurios. El dolor por la muerte de tantos miles de soldados, los legionarios aerotransportados que literalmente cayeron de los cielos sobre una difícil geografía, no fue gratuito. Sin embargo no bastó aquel lejano infierno, aquellas fieras batallas contra un enemigo invisible, pequeño de estatura, pero alto de moral y cargado de razones. No bastó aquel holocausto de jóvenes que dejaron su vida por tan magros objetivos. Después vino Argelia. En la trastienda de la metrópoli se terminaron de apagar todas las ansias de pretérita grandeza. El dolor terminó trayendo su debida recompensa de luz.

No Mali, no es Indochina. Falta la vegetación, pero sobre todo el abuso y la sinrazón de entonces. La Francia que junto con el ejército maliense ahora avanza victoriosa por el desierto, poco tiene que ver con aquella que hace sesenta años se enmarañaba en la selva. Móviles muy diferentes llaman al mismo ejército. Hollande no envía a sus legionarios a combatir para intentar conservar un territorio ajeno, sino para garantizar unos mínimos derechos humanos que los yihadistas conculcan. Cuentan además con el auspicio de las Naciones Unidas.

Las últimas guerras coloniales del siglo XX, poco tienen que ver con las del presente. No todo es noble y puro en los empeños bélicos que las grandes potencias occidentales acometen en nuestros días, pero sí hay una clara evolución en los objetivos que persiguen. El régimen Biamaco no se asemeja al de la Arcadia, ¿pero qué hubiera sido de la población de Malí si las bandas de yihadistas y su “sharia†hubieran tomado la capital?

Aún campa el abuso, aún corre raudo en sus Toyotas por las arenas de los desiertos. Pronto el adiós definitivo a las armas. Van, gracias a Dios, mermando los motivos para saltar a la batalla. Las guerras son activadas por razones de cada vez más peso, pero los derechos humanos masivamente conculcados aún justifican la intervención armada. Las jóvenes del norte de Malí no son juguete sexual de los barbudos que portan “kalashnikovâ€. Nadie tiene derecho a cortar una mano con ninguna ley en la suya propia. Los desiertos son la cuna de la libertad y nadie puede ponerles cerco y llenarlos de terror y de espanto.

Ya morimos en Dien Bien Phu, ya expiró nuestra sinrazón colonialista, ya cedió nuestro impulso de atropello. No, Mali no es Indochina. La humanidad avanza por las junglas equivocadas de ayer, por los desiertos amenazados de hoy. No hemos dolido, no hemos llorado en balde. Sabemos de las muy pocas razones que lanzan ya a los hombres a la guerra. Las únicas, y ojalá últimas, batallas que quepan en nuestros días sean aquellas que se libren por la integridad y dignidad humanas. Sabemos que, más pronto que tarde, hemos de soltar definitivamente el gatillo, dejar caer el hierro. Aspiremos a grandeza sólo de valores, capacidad de auxilio, voluntad de socorro del más débil, no a anchura de territorio. Tras tantos errores y pretendidas grandezas del pasado, hoy nos habite sólo vastedad de genuino altruismo.

 
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