Cuesta comprender que la Francia que habÃa vibrado con el clamor contra la tiranÃa y la ocupación, tratará de someter a sangre y fuego al pueblo vietnamita primero y al de Argelia después. Orgullo e intereses pueden jugar estas malas pasadas, pueden llegar a enterrar derechos elementales. Una egótica nostalgia puede opacar en la condición humana su parte más noble. La gran Francia se empantanaba asÃ, al comienzo de la década de los cincuenta, al otro extremo del mundo, en una guerra tan ensañada como absurda. Cualquier comparación, como las que se prodigan en nuestros dÃas, entre las guerras de Indochina con la actual de MalÃ, obvia el avance evolutivo de las personas y los pueblos. No, gracias a Dios, Dien Bien Phu no aparece en el mapa del desierto y los franceses de ninguna forma permitirÃan en nuestros dÃas enviar a sus jóvenes al frente en la defensa de meros intereses coloniales. La más furiosa y larga batalla del cuerpo expedicionario francés en Extremo Oriente marcó un antes y un después. Aquellos 170 dÃas de enfrentamientos a gran escala, aquella atroz batalla, marcó el comienzo del fin de todo el perÃodo de “la grandeurâ€. Era aún cuando grandeza se podÃa identificar con colección de pueblos sometidos. Las casi seis décadas transcurridas tras el estrepitoso fracaso de Dien Bien Phu no han sido en balde. Dan para mucho madurar, dan para el paulatino emerger de una conciencia de paz, de relaciones en plano de igualdad. La grandeza cambiaba ya de órbita, dejaba la jungla lujuriosa y sus intereses espurios. El dolor por la muerte de tantos miles de soldados, los legionarios aerotransportados que literalmente cayeron de los cielos sobre una difÃcil geografÃa, no fue gratuito. Sin embargo no bastó aquel lejano infierno, aquellas fieras batallas contra un enemigo invisible, pequeño de estatura, pero alto de moral y cargado de razones. No bastó aquel holocausto de jóvenes que dejaron su vida por tan magros objetivos. Después vino Argelia. En la trastienda de la metrópoli se terminaron de apagar todas las ansias de pretérita grandeza. El dolor terminó trayendo su debida recompensa de luz. No Mali, no es Indochina. Falta la vegetación, pero sobre todo el abuso y la sinrazón de entonces. La Francia que junto con el ejército maliense ahora avanza victoriosa por el desierto, poco tiene que ver con aquella que hace sesenta años se enmarañaba en la selva. Móviles muy diferentes llaman al mismo ejército. Hollande no envÃa a sus legionarios a combatir para intentar conservar un territorio ajeno, sino para garantizar unos mÃnimos derechos humanos que los yihadistas conculcan. Cuentan además con el auspicio de las Naciones Unidas. Las últimas guerras coloniales del siglo XX, poco tienen que ver con las del presente. No todo es noble y puro en los empeños bélicos que las grandes potencias occidentales acometen en nuestros dÃas, pero sà hay una clara evolución en los objetivos que persiguen. El régimen Biamaco no se asemeja al de la Arcadia, ¿pero qué hubiera sido de la población de Malà si las bandas de yihadistas y su “sharia†hubieran tomado la capital? Aún campa el abuso, aún corre raudo en sus Toyotas por las arenas de los desiertos. Pronto el adiós definitivo a las armas. Van, gracias a Dios, mermando los motivos para saltar a la batalla. Las guerras son activadas por razones de cada vez más peso, pero los derechos humanos masivamente conculcados aún justifican la intervención armada. Las jóvenes del norte de Malà no son juguete sexual de los barbudos que portan “kalashnikovâ€. Nadie tiene derecho a cortar una mano con ninguna ley en la suya propia. Los desiertos son la cuna de la libertad y nadie puede ponerles cerco y llenarlos de terror y de espanto. Ya morimos en Dien Bien Phu, ya expiró nuestra sinrazón colonialista, ya cedió nuestro impulso de atropello. No, Mali no es Indochina. La humanidad avanza por las junglas equivocadas de ayer, por los desiertos amenazados de hoy. No hemos dolido, no hemos llorado en balde. Sabemos de las muy pocas razones que lanzan ya a los hombres a la guerra. Las únicas, y ojalá últimas, batallas que quepan en nuestros dÃas sean aquellas que se libren por la integridad y dignidad humanas. Sabemos que, más pronto que tarde, hemos de soltar definitivamente el gatillo, dejar caer el hierro. Aspiremos a grandeza sólo de valores, capacidad de auxilio, voluntad de socorro del más débil, no a anchura de territorio. Tras tantos errores y pretendidas grandezas del pasado, hoy nos habite sólo vastedad de genuino altruismo. |
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