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El que sumaba

El incienso que ahora se aventa en la catedral de Ãvila invita a tornar la mirada hacia nuestro reciente pasado. Es de ley reconocer la labor de quienes contribuyeron a clausurar la larga y oscura etapa del franquismo. Había entonces que apostar en serio por el progreso humano en materia de derechos humanos y libertades, al tiempo que privar de oportunidades a quienes frenaban la historia. Sí, siempre se puede pedir más. Seguramente la tan mentada “transición†nunca debiera haber acabado. Nunca debiera congelarse el progreso humano hacia más elevadas cotas de libertad, bienestar y solidaridad colectivos.

Naturalmente siempre querremos ir más lejos, pero también es cierto que hay que blindar la noche, consolidar lo alcanzado por elemental que nos semeje. La democracia tiene hoy un sabor bien descafeinado, pero es que en los setenta llevaban cuatro décadas con achicoria. Es tan caro, tan excepcional el consenso en nuestros días, que nos apresuramos a honrar a quien ayer lo testimonió con valentía y hoy se alza en vuelo. Es difícilmente cuestionable la importancia de Adolfo Suárez en cuanto a pieza clave de la transición, así como su capacidad aglutinadora en el momento más delicado de nuestra reciente historia. El problema puede representar acomodarnos en exceso a aquel panorama de tan precarias conquistas. Aquella recién inaugurada y temblorosa democracia representaba punto arranque y no objetivo último, por más que tuvo su mérito alcanzarla.

Siempre estamos en “transiciónâ€, avanzando desde nuestras noches y dictaduras hacia más claras luces y geografías. La muerte por lo tanto no existe, menos aún en quienes hacen historia. Sólo salen al paso allí arriba de la memoria que aquí perdieron. No nos lamentemos por los que no parten, si es caso sumemos a los valores por los que se entregaron. Aprendamos a encontrar en el contrario nuestro complemento. Aprendamos a buscar por encima de todo, el punto del encuentro, de unidad en lo diverso. Avanzamos cuando consensuamos, por eso nuestro agradecimiento al diestro que fue Adolfo Suárez en este difícil y hoy tan escaso arte del acuerdo.

Igual es porque escribo desde Madrid. En realidad hay muchos Madrides. Uno huele a polvo de batalla, otro a incienso de despedida. Ambos tienen su corazón, su poderosa razón de salir a la calle. Hay muchos Madrides, el de la indignación que se repartía por sus grandes avenidas el sábado y el que llora hoy la muerte de su audaz hombre de Estado. Quizás es hora también de unirlos, de unir a los Madrides y a las Españas en toda su abarcante diversidad; de unir el avance en materia social y de derechos, al sentido de estado, de visión global, de bien generalizado.

Ayer jamás me hubiera imaginado redactando estas letras, pero ¿por qué no unirnos también al homenaje del hombre que quiso en tiempos difíciles sumar tantos corazones y voluntades? Dudaba si ponerme con este breve homenaje. Una distancia puja también por afirmarse. Aparto sin embargo el recuerdo de la camisa azul y llamo al valiente que se enfrentó a Tejero en el Congreso de los diputados. Por encima de las diferencias que las hubo, aflora su afán honesto, su entrega inteligente, su contribución incontestable. Triunfe por encima de la letra pequeña en la que evitaremos engancharnos, el saludo generoso de elogio y reconocimiento al presidente que ahora sale al reencuentro allí arriba con su propia y noble memoria.

 
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