Tras saltar por los aires en multitud de pedazos, los periódicos dieron a conocer tu bella imagen engalanada para una fiesta familiar, tu rostro de misteriosa mirada, de alto moño y labios carmesÃ. También se ha revelado tu historial como voluntaria permanente de Media Luna Roja. Algunos cronistas te han bautizado con el sobrenombre de “dama negraâ€. Yo quiero creer que la dama negra tan sólo se te cruzó un momento en tu camino de servicio y salvación, un golpe de desesperanza que ella aprovechó para seducirte con falso guiño, con su hechizo de errado heroÃsmo. Todos erramos, por más que tu agujero tiene el peso de muchos inocentes. El estruendo en la calle de Jaffa se encontraba en el medio equidistante entre la bravura y la sinrazón. Tu curriculum de abnegada y siempre dispuesta enfermera no urgÃa despropósitos para entrar en la gloria. La historia más brillante de los pueblos está tejida de pequeños y anónimos heroÃsmos, como el que seguramente venÃas ejerciendo a pie de vÃctima de Intifada, heroÃsmos por supuesto exentos de autoinmolaciones devastadoras. Debiste seguir gastando trajes livianos, de algodón filipino, de seda de Samarkanda, no de hierro y metralla. No era preciso ir a esa calle, la más concurrida de Jersusalem Oeste como mensajera de la destrucción y la muerte. Después de sanar tantas heridas en un segundo las afloraste en doscientas personas inocentes. Era la bomba-persona más potente concocida en los últimos tiempos. A una mujer de ochenta años ni siquiera hubo necesidad de sanarle heridas, pues la deflagración calló para siempre su anciano cuerpo. No era preciso ir a esa calle, menos un domingo, menos con tan pesadas alforjas, menos con la intención de acabar allà tus dÃas y de causar tanto daño a los transeuntes. Cualquier camino hubiera sido más acertado: el que lleva desde tu campo de Al Amari a los olivos, el que conduce a los limoneros…a cualquier encrucijada soleada, a cualquier rincón de vida. No era preciso ir a esa calle para convertirte en la primera mujer-bomba palestina, para reventar tu cuerpo joven, tu figura hermosa y llena de alegrÃa. ¿Cuántas gentes podÃas haber sanado, cuántas frentes acariciado, cuántas heridas acallado con esas manos que te arrancaste? No sólo hay que abrigar generosidad, también y más importante, es preciso saber cómo y dónde invertirla, so pena de rÃos de sangre, de multiplicación de sufrimientos. Según la forma que adopta esa inversión de generosidad, la humanidad avanza o retrocede. Hay bombas y bombas. La más afortunada y efectiva eres tú sanando a diestro y siniestro, apurando ente gasas y cloroformo tus horas libres de estudiante. La verdadera explosión es una enfermera que se desvive igual por palestinos y judÃos, que atiende al paciente sin importarle el color de su frente. La verdadera bomba que cambiará el mundo eres tú y los tuyos por fin acercándote y ensayándote en amar a tus enemigos. Amar no es sucumbir, no es renunciar a lo que en ley te pertenece, amar no es traicionar el esfuerzo de tus antepasados por crear una patria digna. Amar al adversario es hablarle también de sus injusticias y despropósitos, pero sin ápice de odio; amar es luchar con mirada limpia, con labios elocuentes, con manos vacÃas y el cuerpo desnudo de “goma dosâ€. Amar es empujar la historia hacia un horizonte de perdón y reconciliación, edificar una civilización en la que haya para todos un lugar junto al limonero o la sombra de los viejos muros de la ciudad tres veces santa. No hay bomba más poderosa en el universo que el amor. Los mayores imperios pueden derrumbarse bajo el efecto de su infinita honda expansiva. Por el contrario, todas las bombas que llevan detonador y estruendo, las que en un futuro quieran cargar bajo el chaleco tus amigos y compañeros, tan solo riegan sufrimiento, tan sólo os alejan un poco más de vuestra añorada libertad. Compartirte también que la autoinmolación difÃcilmente te empuja hacia Dios, te pone a sus pies como refieren vuestros doctrinarios, si es caso retrasa la anhelada cita, si es caso provoca una enorme culpa que te distancia de tan excelso encuentro. No queremos más compañeras, ni compañeros tuyos saltando por las aires. Diles desde arriba que la Yihad era una mentira, que sólo es santa aquella guerra que cada cuál libra dentro. La verdadera Yihad es que la que emprendemos contra nosotros mismos, precisamente contra esa parte destructora que a todos nos habita, contra esa zona explosiva en la que se nos enquista una ancestral crueldad, una inercia de odio. No hay más guerra santa que aquella que emprendemos con el objetivo de conquistar más terreno para el amor en nuestra interna geografÃa. Los judÃos no son tus enemigos, se te cruzaron en el camino para probarte en un titánico esfuerzo de amor, precisamente porque ellos son los que más daño te han podido infligir a ti y a los tuyos. Recuerda estimada Wafa que las bombas no son para lo domingos, ni para los lunes, ni para los martes…, para ningún dÃa de la semana, menos aún para adherirlas a un cuerpo de veintisiete años; recuerda que los centros comerciales no han de ser cementerios por más “adversarios†que los transiten. Recuerda para tu próxima vida que la gloria va con tu ambulancia apresurada, no con tu vestido-bomba, que la Yihad es un cuento tan absurdo como caro. Pero sobre todo, recuerda querida Wafa, que las mujeres sois portadoras de vida, jamás sus canceladoras. He ahà vuestro elevado cometido, vuestra sagrada diferencia. Por favor, por más desafinados cantos de guerra que resuenen a tu alrededor, no vuelvas a confundirte de altar. Desenvaina jeringuillas, carga con vendas, viste de nuevo tu blanca bata de enfermera. Camina ahora por la gloria, nunca perdida, de quienes lloran errores, de quienes enmiendan desatinos.  |
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