Él ancló dos kilómetros de férrea belleza en nuestros corazones, en nuestras bahÃas interiores. Él diseñó el paseo, el voladizo, la barandilla, las torres y las farolas de la Concha y el proyecto quedó aprobado por el Ayuntamiento de San Sebastián en el año 1910. En el centenario de esa aprobación hacemos guiño a su memoria. No llegamos a conocer a nuestro aitona Juan Rafael. Partió en el año 1955 a sus 75 años de edad. Otros mares reclamaban blancas y sólidas barandillas, otras bahÃas urgÃan de sus paseos con torres, farolas y balnearios de época, otras estancias necesitaban de su afinado lápiz... Arriba reclamaban arquitectos consagrados, de los de anchas mesas y entrenadas plumillas. Sabemos que fabricaba sus propias radios. Conocemos sus geniales dibujos de las diferentes embarcaciones que surcaban la bahÃa, su carnet nº 30 de la Real, su ancha mesa de trabajo de madera, su amplia colección de sellos… Conocimos a su mujer, Carmen Marticorena ArÃn, que enfundada en su negro inseparable, tras velo de luto, derrochaba cariño a su paso, conocimos su casa laberÃntica cargada de muebles y recuerdos… Lo que no sabremos fue lo que habló Juan Rafael con Alfonso XIII en esa animada conversación que mantuvieron el dÃa de la inauguración del paseo. Hay varias fotos que registran la escena del vivo diálogo de nuestro aitona con el borbón.
En realidad dejó más obras para la posteridad. En el primer tercio del siglo pasado el arquitecto municipal, además del paseo de La Concha y su mÃtica barandilla, diseñó el Teatro Principal, el mercado de la PescaderÃa, el edificio de bomberos y Conservatorio, las escuelas de Urgull, el Paseo Nuevo (junto con el ingeniero Luis Balanzat), las escuelas de Atocha (actual sede de los Juzgados)… Algo le debió ayudar también a su hermano Lucas, igualmente arquitecto, en el tutelaje de la construcción del Palacio del Kursaal, allá entonces, cuando los palacios eran apoteosis de piedra y fantasÃa, cuando las olas no habÃan empujado aún heladores cubos de cristal y aluminio, ni el cielo de la desembocadura habÃa sido cortado a tiralÃneas. Juan Rafael no debió darle mucha importancia a su obra cumbre de la barandilla que va camino de la perennidad. DesconocÃa la significación que después cobrarÃa. Ignoraba que ese hierro forjado se convertirÃa en el sÃmbolo de la ciudad que tanto amaba, pero la belleza bien anclada tiene pasaporte de futuro. Cuando lo funcional se ensambla tan oportunamente con lo decorativo, puede pasar a la historia. Desde hace cien años, planta cara ese hierro al oleaje. Enmarca isla, mar y montaña de fondo. Una larga y amable estructura forjada nos acompaña ya un siglo y testifica todo lo grande y lo sufrido de nuestro reciente pasado donostiarra. Pocos sÃmbolos aúnan a tantas gentes, a tan plural ciudadanÃa. Cuando las señas de identidad paisajÃstica de la ciudad van poco a poco desapareciendo, hay sÃmbolos que permanecen y tienen la capacidad de reunirnos. Juan Rafael Alday creó a la orilla del mar un sÃmbolo sin tiempo, sin edad, un sÃmbolo que ha sido capaz de concitarnos a todos y todas las donostiarras de todo color, de todo credo, de toda condición social… Los periodistas ya cosecharon su cuota de noticia en el salón de nuestros padres a lo largo de todo el año. Las cámaras ya grabaron los planos y las imágenes hasta hace bien poco olvidados. Pocos datos que añadir pues a la biografÃa del arquitecto bombero, que también corrÃa a apagar los fuegos que amenazaban a la Donostia de entonces. Permanece el sÃmbolo abarcante, los anillos concéntricos guardando el gran anillo de la bahÃa. Perdura el llamado del cÃrculo universal, ya de arena, ya de blanco hierro. Perdura, pese a todos los embates del mar bravÃo, de nuestra historia no menos fiera. A la vuelta de todas las divisiones nos volvemos a encontrar en el cÃrculo donde florece un espectáculo ya familiar. Vamos y volvemos siempre de nuevo hasta esa bahÃa, hasta ese pasamanos que es un poco ya de todos/as. La belleza primera atrae con más fuerza. La belleza que queda tempranamente instalada dentro de nosotros/as es la que nos hace retornar. Por eso no dormimos nunca a pierna suelta en el corazón del bosque; por eso volvemos una y otra vez hasta esa bahÃa y su rumor de océanos infinitos, hasta su ancha y ya centenaria barandilla. |
|
|
|