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La estatua del Caballero

Algo nos adhiere a la memoria del fracaso. Algo nos retiene en el homenaje que durante tanto tiempo no pudo ser, nos agarra a las estatuas que antes no pudimos encontrar en nuestros paseos y avenidas. ¿Será aún solidaridad con la difusa clase de los últimos? Algo nos invita a seguir llevando laureles al pie de la memoria de los perdedores y perseguidos.

Vox, Ciudadanos y PP quieren apear a Largo Caballero de su pedestal en Nuevos Ministerios. Si perdieron, fueron represaliados y padecieron campo de concentración; si no dio tiempo a que sus ideales se pervirtieran y sus rosas rojas marchitaran, seguramente merecen algo de recia roca. Tanto el legendario socialista como Besteiro y Prieto, que también son candidatos a ser borrados del callejero madrileño, constituyen iconos que en nuestro país trabajaron por la justicia social a lo largo de la primera mitad del siglo pasado. Sólo por ello convendría respetar sus nombres en el vocabulario urbano. Sus bustos pueden concitar a la recapitulación y reflexión, no necesariamente a la afrenta.

Quizás en el futuro su lugar sea el museo y no el asfalto que pisamos la ciudadanía diferente. El museo y su peaje de entrada acotan emociones. Quizás en el futuro convenga arriar las estatuas de uno y otro signo, pero éstas al día de hoy, por el tiempo que se mantuvieron a la sombra del olvido, merecen su cuota de ramos, cantos y primaveras, tienen ganado un poco más de brisa y de sol.

La historia la hacen y empujan los humanos y por ello es tan compleja como nuestra propia psicología. ¿Cuántas luces y cuántas sombras no se reúnen en el primer obrero que en España llegó a presidir gobierno? Cierto, no necesitábamos un Lenin español y Largo Caballero se había radicalizado hasta el hecho de pregonar la vía rápida y violenta hacia el socialismo.

Lenin dio paso al mayor monstruo de nuestros días junto a Adolf Hitler, a Iósif Stalin. Caballero se carteó con el sanguinario “camarada” sin hurgar en la trastienda soviética. No es menos abominable el monstruo rojo que el máximo responsable del holocausto. Todas las brutales tiranías son igual de execrables. Es indiferente vestir la dictadura de uno u otro color. En ambos casos es el mismo vaciado del alma, la misma condición humana denigrada al límite. Cuando nuestra guerra inmensos infiernos ya eran en Siberia. De cualquier forma, Largo Caballero difícilmente pudo saber de la feroz represión que ya entonces en Rusia se cebaba sobre la mínima disidencia, a veces tan sólo desatada por el capricho, cuando no por el absurdo.

No necesitábamos dictadura de las clases privilegiadas, pero tampoco del proletariado. De la víctima a la bestia a veces sólo es un paso. Poltrona, moqueta y caviar en tantas ocasiones han sido a continuación de la celda de castigo. No necesitábamos ninguna dictadura, pero entonces aún no estábamos preparados para saltarnos ese nuevo tramo de nuestra violenta historia. La conciencia del momento no daba para más y nos vimos obligados a seguir la inercia de la confrontación. Quizás Largo Caballero no hubiera llamado a la revolución proletaria si no hubiera debido comenzar a trabajar a los siete años, si no hubiera ganado sólo tres pesetas en sus primeros tajos, si las condiciones de la clase obrera en general no hubieran sido tan extremas.

En medio de esta complejidad y sin las manos de piedra manchadas de excesiva sangre, de momento las estatuas pueden servir de recordatorio para no olvidar nuestro pasado convulso, sobre todo para aprender de él. Caballero llamó a la insurrección proletaria. No era fácil evitar tamaña polarización, detener toda la ira acumulada. La fraticida lucha de clases era el inevitable callejón sin aparente salida al que estábamos abocados. Seguramente esa trinchera en su versión más sórdida debió de ser para poderla hoy trascender, para no volver a ser tentados por ella.

Francisco Largo Caballero cumplió con su roll de convocar a la batalla proletaria, debió llamar a la insurrección del 34 y a la del 36. Tal era el abismo entre una España y otra. La del medio fracasó. La España moderada y sin frentes de “Paz, piedad y perdón” de Manuel de Azaña era sin duda la mejor de las opciones. La mejor España a la que podíamos aspirar era la que se alejara de los extremos y que pujara por la reconciliación. Sin embargo, aún había mucha inquina en unas y otras sangres. No nos había llegado el momento para el mejor plan posible. Estábamos verdes para empezar a comprendernos, más aún para abrazarnos No nos hallábamos preparados para esa España dialogante, armonizada e integradora. Todavía hoy andamos tras ella.

 
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