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Lenin sin nostalgia

“Yo transformo los desperdicios que hay en mí para que así tú no tengas que sufrir. Yo te apoyo, tú me apoyas…” (Ticha Nhat Hanh). Nos ha costado una vida llegar a los pies, a la órbita del Maestro, acercarnos a ése y otros corazones grandes, a la propuesta de comunión humana sin fronteras del inmortal vietnamita. Durante tiempo pensamos que podíamos ir por el mundo con nuestros “desperdicios” al aire, sin ánimo de transformarlos, e incluso entronizarlos en las instancias de poder.

Lenin no concebía una revolución sin pelotones de fusilamiento y nosotros no concebíamos una vida sin esa revolución. No cuestionamos en su día los “desperdicios” ni de él, ni del elenco de “timoneles rojos” que subimos a nuestros ateos altares, más al contrario interiorizamos una ira de la que nos ha costado decenios deshacernos. En realidad, nos sedujo Lenin y su revolución violenta porque ya llevábamos una venda en los ojos y una piedra arrojadiza en el bolsillo, porque ya estábamos acalorados y exaltados.

“¡Todo el poder para los soviets!”, pero para que éstos en verdad triunfaran, primero debía triunfar el ser humano y su voluntad de quemar su “desperdicio”. A esa revolución siempre fallida le entregamos nuestra juventud, pero para hoy preferimos un liderazgo que apunte más a nuestras propias deficiencias que a las estructurales. Nos reservaremos un verbo de eco interiormente más exigente, auténtico y profundo. Nos ha costado concluir que no hacemos nada tomando los “Palacios de invierno”, si no hay ánimo de transformación personal; deshacernos de la fantasía de que era posible cambiar el mundo sin cambiar nosotros, sin rebosar el amor y compasión que albergábamos, sin desterrar ese rencor que habíamos ido acumulando en nuestros Petesburgos más íntimos. Nuestro verdadero horizonte se fue así felizmente dibujando justo en frente, al otro lado de cualquier paredón de fusilamiento.

Ninguna nostalgia en el centenario de la muerte de Lenin. Quizás mejor los rusos no se lo hubieran topado a la salida de su tardía Edad Media, mejor nosotros tampoco hubiéramos sabido de él a la salida de unas aulas que nunca debimos trocar por la ilusión de la revolución. La humanidad no debe nada a Lenin, sino el tropiezo, el despiste, la posibilidad hoy de recapitular y por ende de enmendar. ¿El tren que llevaba al líder incuestionable desde su exilio suizo a la estación Finlandia en San Petesburgo no encontró suficiente nieve por el recorrido que lo detuviera? ¿Qué encerraba en el fondo toda esa prisa por tomar el mando de la primera y gran revolución obrera? ¿Pudo la historia sortear esos inmisericordes muros de fusilamiento…? La historia no es cómo la soñamos, sino como la escribimos con pocos dedos en la frente y un corazón en exceso encogido. Apena de todas formas ese atasco del que nos ha costado salir. Lenin era otro zar más y su sucesor el más terrible y sanguinario de la inmemorial saga.

Era una quimera hacer la revolución con toda esa rabia acumulada. La catarsis no debió convertirse nunca en vengativa balacera. La humanidad no necesitaba que la opresión cambiara de color, más bien que desapareciera, sobre todo que emergiera un nuevo humano con creciente gobierno de sí mismo, un humano soberano dispuesto ya a no plegarse ningún zar de ningún signo. En realidad, era una fantasía cualquier revolución. Las que “triunfaron” pisotearon las libertades, no consideraron la necesidad de hacer nacer un nuevo ser humano antes de dar a luz una nueva sociedad.

De cualquier forma, no echaremos balones fuera. Nos sobraba Lenin, pero se ajustó a una animadversión que ya anidaba dentro. Sólo nosotros fuimos los culpables de no habernos adherido a tiempo a cualquier otra suerte de moderación “menchevique”. Ha enmudecido el griterío de las barricadas de fuera, sobre todo de las de dentro. No queda en pie ninguna bandera roja sobre nuestras praderas paradójicamente cada vez más verdes y esperanzadas. El viento de la cordura, la razón y los derechos las ha tumbado. A lo largo de los años han ido cediendo nuestras iras, resta sólo sellar la que provoca una revolución tan personal y egoístamente entendida.

Rusia sigue congelada, aún no ha salido del “atasco”, por más que con Gorbachov hubiera hecho amago. De otra forma no se entiende que deje caer muertos a centenares de miles de sus hijos en el absurdo frente de Ucrania. Rusia sigue sometida al férreo dirigente de turno y su aparato, por más que la disidencia vaya en aumento, por más que haya jóvenes rusos repartidos por todo el mundo que han querido alejarse el dominio autoritario del zar Vladimir Putin. En esa Rusia nueva, que domina el inglés y se hermana con otros pueblos, que no se presentó a filas, que sorteó el uniforme de guerra, que rehusó matar a sus hermanos ucranianos… se vislumbra futuro. En esa Rusia cosmopolita que de noche cruzó montañas blancas, traspasó sus fronteras y al llegar el día redactó sus principios, proclamó su anhelo de paz, libertad y derechos humanos, colocamos nuestra esperanza.




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