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Somos todas las civilizaciones

Civilización es una forma de estar en el mundo, de imaginar a Dios y Su Misterio, una manera de relacionarse con el medio, con los semejantes. Negar la civilización es negarnos a nosotros mismos y nuestro pasado colectivo, negar el potencial del ser humano para crear y recrear en diversidad.

Somos todas las civilizaciones, todas nos engrandecen y hacen de nuestro presente el más rico, el más nutrido de todos los tiempos. Somos las catedrales góticas y su sed de luz, las cariátides griegas sosteniendo impasibles piedras y nubes, los soberbios acueductos romanos trayendo el agua y la vida desde las cumbres, las mezquitas rodeadas de sus fuentes y sus risas, las sinagogas y todos sus candelabros encendidos… Somos el templo hindú desbordado de flores y de frutas, el tipi del indio inundado de sagrado tabaco. Meditamos sin mover un dedo en el jardín zen, pero damos vueltas sin parar en la “sema†de los derviches… Somos los templos de todos tiempos albergando todos sus dioses. Somos por supuesto los toros de Senaquerib, los palacios asirios y sus colosales esfinges aladas tomando impulso para alzarse a los cielos… Somos esa elevada civilización que brotó a la orilla del Tigris 3.000 años antes de Cristo y que sólo el insensato ahora puede pretender reducir a añicos.

Dicen que la arrasada ciudad de Hatra, capital del imperio Parto y epicentro del primer reino árabe, era el lugar donde Occidente y Oriente se fundían en un abrazo tallado en piedra. ¿Qué vandálicos mazos podrán con ese abrazo sellado ya en lo profundo de cientos de millones de seres? Sin embargo, si nos falta una sola civilización ya no somos nosotros mismos. Quien destruye una civilización que pretende ajena, se destruye a sí mismo; quien arremete, mazo en mano, contra una escultura milenaria, se amputa a sí mismo. Todas las piedras nos construyen. Somos la misma humanidad que dio vida a la roca que dormía, que nunca dejó el cincel y el martillo, que labró y honró sin descanso. ¿Por dónde se coló entonces la barbarie? Ninguna aparente ruina nos es ajena, por supuesto ninguna es digna de topadoras y excavadoras. Nos quede la compasión para quienes honran a un Dios tan celoso, tan susceptible a la hora de compartir infinito Cielo.

A polvo se reducirán quienes a polvo reducen lo que otros aprecian. Las fuerzas del mazo y la ignorancia no alcanzarán a destruir todas las piedras que hemos tallado. Se acerca el día en que el humano se postre con semejante reverencia ante el Dios del otro, que no es sino otra faz de su querido y venerado Dios. La Divinidad quiere probarnos a los humanos y por ello nos invitó a atravesar lo diverso camino del Uno. Permitió que la honráramos en los más diferentes altares, se nos presentó con los mil y un rostros de forma que aprendiéramos a amarlos a todos, porque todos y ninguno a la postre son reflejo de Su Presencia Inabarcable, Inaprensible.

La civilización no está en cuestión, pero cuesta creer ese amor al polvo que ayer era arte. Yerran quienes descargan toda su absurda ira sobre lo que sus predecesores con tanto trabajo y acierto erigieron. En realidad Nimrud, Hatra y Dur Sharrukin se levantan en nuestros corazones, sobre una suerte de íntimo páramo en el que no pueden entrar sus topadoras. La disyuntiva de civilización o barbarie ya quedó hace tiempo aclarada. El polvo de esas bellas construcciones y esculturas asirias vuelve al desierto, pero el humano no volverá para atrás, porque el horizonte de profundo y sagrado mutuo respeto que ha vislumbrado al final de esas arenas, el futuro de incipiente fraternidad humana que ya comienza a construirse en tantos lugares, es infinitamente más atractivo que ese sangriento califato, ese retorno a lo bruto, ese salto para atrás de tantos siglos.

 
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