Todo acto de nuestra cotidianidad varÃa según la intención que le imprimamos. Lo elevaremos en la medida en que vivamos más como almas encarnadas en medio de los anchos bosques, de las recias montañas e inevitables asfaltos. Podemos acercarnos a la chimenea de nuestro hogar con una actitud recogida, como si nos encontráramos con un sol doméstico atemperado, regulado a nuestra necesidad, que nos inunda de calor, nueva salud y vida. El fuego del hogar son llamas de sol que brotan de entre las ramas secas. Llevo muchos inviernos echando leña a la estufa y no lo cambiarÃa por ninguna otra forma de dar calor a mis paredes. “Mi tejado y mi casa han ardido. Ya nada me oculta la luna que brillaâ€, reza el inmemorial haiku japonés. Las llamas mejor siempre controladas y si es preciso con el relamido y ahumado cristal de por medio. Ningún tejado, ninguna casa debiera arder para despertar, para poner por fin conciencia y reverencia en nuestros dÃas, para volvernos plena, absoluta e incondicionalmente hacia la luz del Sol, ya en forma de Astro Rey, ya en forma atijo de ramas ardientes. Ayer también salto desde la orilla serena y templada a la agreste y blanca montaña. Vengo del Mediterráneo, de unos dÃas entrañables compartiendo palabra en la Casa del Sol con hermanos y hermanas en el Sendero. Aún es conmigo el calor de la franca comunión. Nos reunÃamos al amanecer en grupo para beber e impregnarnos de la luz solar. Ahora el hogar solitario está frÃo, pero me arrimo a la chimenea y soy con toda la ancha fraternidad que prende igualmente su trozo de cielo, que enciende también en este instante su pequeña y cercana llama, que alberga el deseo de inundar un dÃa el planeta de entera luz, calor y vida. * Imágenes del fuego y balcón de casa, también de la pasada convivencia en la Casa del Sol. |
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