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Química sin fronteras

Allí donde la química irrumpe, ya sea en la tierra, en el agua, en el aire o en nuestros propios cuerpos, deberemos plantar un tremendo interrogante. Allí donde se vierte una química arrasadora deberemos preguntarnos si ésta pudo o no haberse evitado. La decisión del Gobierno de que la “píldora del día después” se pueda conseguir en las farmacias de todo el Estado sin receta médica, invita también a la reflexión.

La cuestión no es la química por más despiadadamente “eficaz” que se manifieste, el problema no es la píldora postcoital, sino la sexualidad desacralizada, el acto sin magia, los dedos que en sus yemas no llevan amor, es el suspiro sin norte, el ser humano libre de todo compromiso, el placer por el placer elevado a la máxima categoría.

El problema no son los 0’75 miligramos de Levonorgestrel dispensados ya sin necesidad de presentar papel alguno, el problema es una sociedad que elude toda suerte de responsabilidades y que se salta todos los contratos que establece la Madre Naturaleza. Estas pautas y leyes son sabias, pues han emanado de la Fuente de toda Vida. En vez de contravenirlas a base de fórmula de laboratorio, quizás deberíamos explorar su razón de ser.

El problema no es la suspirada píldora a cambio únicamente de 18 euros, el problema es el pedir sin dar, el servirnos sin servir, el lecho vacío de sincero amor, desnudo de todo deber, la filosofía del “todo vale” en pro de un ego insaciable. La condena por más que venga de los purpurados, será también un error, porque constituye gran equívoco todo aquello que cercena libertades. No retornará precisamente el amor al sexo a golpe de excomunión, ni el compromiso se acercará al lecho impelido por el temor. Sólo hombres y mujeres libres, conscientes y responsables pueden abrir futuro al misterio sublime de la vida.

Sí, definitivamente la píldora postcoital debe estar en todas las farmacias, al alcance de todas las mujeres, como alivio de apuro (“Quien esté libre de falta, que tire la primera piedra”), pero si es posible en la última estantería, la más inalcanzable, la que necesite larga escalera. La píldora tiene que estar en todas las boticas, pero ojalá sus cajas un día caduquen por falta de uso, pues una ciudadanía más consciente ya habrá sabido prescindir de ellas.

Sexualidad no tiene por qué equivaler a matrimonio tradicional, pero seguramente sí a un sagrado aro de fidelidad donde arde el fuego sempiterno del amor; seguramente sí a dos corazones, dos voluntades que han establecido el sagrado compromiso de la unión o avanzan hacia él. La naturaleza no nos pide que firmemos ningún papel, mas sí que nos comprometamos con quien consumamos tan íntimo acto. El contrato lo manifiesta, no la tinta en el papel, sino los cuerpos enlazados, los labios encontrados, los líquidos que se hacen uno.

La sexualidad no tiene que implicar boda y cura, banquete y acomodado matrimonio, pero sí predispone a unir vidas, miradas y horizontes, sí invita a la pareja a ordenar juntos el futuro. La sexualidad sagrada llena la vida de amor, colma de energía las baterías del cuerpo y de anhelo de entrega las del alma. Cuando se descargan por el mundo y sus caminos se vuelven a cargar más plenamente si cabe.

Lo “progre” no es tirar de laboratorio para condicionar los procesos de la vida a nuestros pobres intereses y apetitos. El progreso verdadero es asegurar esa vida, ensalzarla, glorificarla. Podemos también morir de la virulenta pandemia llamada “progresía”, que trivializa lo sagrado. La desacralización de la vida es el mayor desafío que el ser humano atiende. El hambre y el cambio climático, la guerra y la contaminación sólo son porque olvidamos la bendición infinita y compartida que representa la vida. La vida venerada siempre es respetada y elevada. El genuino progreso es el compromiso con ésta en todas sus formas y condiciones. El confundido “progresismo” como doctrina social ya imperante, nos tiene demasiado acostumbrados a la apropiación, el sometimiento, la degradación… de todo lo sagrado ante el insaciable altar del hedonismo.

Puede haber un tercer camino, que quizás no sea el del cardenal Rouco, ni el de la Ministra Aído. El Estado probablemente no esté en condiciones de plantear una “Estrategia Nacional de salud sexual y reproductiva”, tal como aspira. La propaganda de banalización del acto sexual lleva demasiado a menudo el sello de algún ministerio. Sin embargo la Iglesia tampoco, pues la vía de la condena y de la anatema nunca será abrazada por hombres y mujeres que desean crecer en libertad.

Hay un altar en el que la vida se glorifica y ése es el lecho marital, allí donde la oración es caricia y la ternura del amado o la amada se extiende a todo cuanto palpita. Allí el gesto íntimo se globaliza con el poder de nuestro pensamiento y espíritu. Allí la alcoba es templo del hombre y la mujer que en su éxtasis abarcan toda la existencia y con su continuidad se comprometen.

Química pues, pero química del abrazo entre ella y él que explota en un goce sin nombre, y en el instante más sagrado reclaman alcanzar más vida para ponerla bajo su protección y cuidado, bajo la égida de su amor en continua expansión. Química sin fronteras del beso que estremece la piel, epidermis conmovida que no se acaba en un cuerpo, sino que se extiende por una geografía más ancha, por una tierra inmensa; labios extasiados bendiciendo toda la vida, de todos los reinos, allí donde asome; labios temblorosos alabando el misterio insondable de la Creación allí donde se manifieste.

 
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