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Cartas desde Chíos 4. Desembarco de nuevos refugiados

Teóricamente hoy era nuestro día de fiesta. Teníamos una lista de pueblitos pintorescos para recorrer en la única jornada que nos íbamos a tomar libre. A la noche yo había dormido. Mis compañeros habían hecho guardia nocturna para prestar primera asistencia en caso de desembarco de refugiados en balsas. Mi cuerpo y mi catarro reclamaban descanso, además me parecía excesivo sumar otra tarea a la de pinche de cocina con Zaporeak y payaso en horas libres.

De buena mañana ya estaba preparado para nuestro día de ocio. Mis compañeros llegaron sobre las nueve, diciéndome que marchábamos a la reunión diaria de coordinación entre todos los voluntarios. Esta reunión se hace en un gran hangar donde se guarda y clasifica la ropa. Ahí se informa de las novedades y se realiza la repartición de tareas. En el trayecto ni Javi, ni Mariam, ni Noelia mentaban palabra. Estaban impactados, noqueados, intentado digerir, me imagino, todo lo vivido; intentando seguramente responder a imponentes interrogantes. ¿Por qué aún todo esto, por qué estos desembarcos, estas huidas del hogar, por qué esas bombas que les hicieron huir tan lejos…?

Un silencio sepulcral se adueñó del vehículo y yo no me atrevía a romperlo con ninguna pregunta impertinente. Tan sólo me dijeron que habían asistido a un desembarco y que después me contarían. He estado en esa reunión de coordinación de voluntariado por primera vez. Al estar colaborando con Zaporeak no necesitaba ir a esas citas. Algo ya comenté al respecto en la primera crónica. En la reunión de hoy habría una treintena de personas, la mayoría muy jóvenes, de los más diversos países. Si en algún lugar hay que poner foco es ahí. Es ahí donde se reúnen las más diversas voluntades con la sola intención de ayudar al prójimo. En verdad que emociona cuando uno se ve rodeado de toda esa gente joven alegre, desprendida, desarrollando una labor tan eficaz. Uno no se vino hasta esta lejana isla para arrancarse en un discurso contra la Unión Europea, para eso ya están otros. Yo me vine para intentar sumar mi gota de océano (“Drop in the ocean†se llama una de las ONGs que están trabajando en la isla) y para glosar sobre todo ese altruismo y generosidad, este desprendimiento de tanta gente volcada en quienes ahora más están sufriendo. La asistencia a ese género de reuniones supone de todas maneras a nivel personal un ejercicio en alguna medida masoquista, pues sufro al perderme mucho del contenido, al no poder participar, dado mi inglés tan precario y troglodita.

Ya de nuevo en los apartamentos, los compañeros me dieron parte de la noche transcurrida. Hacía ya cuatro días que no había llegado ninguna lancha y sin embargo les tocó a ellos asistir a este nuevo grupo de refugiados desembarcados. La policía había conducido a los refugiados a puerto y mis compañeros, ya en el malecón, les prestaron una primera asistencia. Les proporcionaron ropa seca, mantas, les dieron zumo y magdalenas.

Eran veinticuatro personas en total, de nacionalidad siria de los cuales nueve eran mujeres, siete hombres y el resto niños. Mis compañeros llamaron al teléfono “alpha†que es el que se turnan los compañeros de asistencia médica . Vinieron médica y enfermera españolas. Los refugiados recién desembarcados en suelo griego se encontraban en buen estado de salud, si bien alguno fue hospitalizado por causas no mayores. En principio debieron de sentir un poco de desahogo al sentirse vivos y en territorio europeo. El desmoronamiento vendría después. Javi, Noelia y Mariam les acompañaron a pie al campamento de Souda que se halla junto al puerto.

En la entrada les pusieron una pulsera y la ONG “Samaritan’s Purse†les proporcionó a cada quien un aislante, mantas y una mochila que debía contener enseres de primera necesidad. Mis amigos les acompañaron a una de las grandes tiendas que acogen a los refugiados y allí es donde se derrumbaron. Un reducido espacio en medio de esa gran carpa colmada de refugiados se les ofrecía como su nuevo hogar. Parece ser que ni siquiera soltaban sus enseres, no los dejaban en el suelo. Algunas mujeres se pusieron a llorar y a decir que querían volver para Turquía. Se resistían a creer que todos sus sueños desembocaban, por de pronto, en ese gran tienda compartida que despedía además tan fuerte olor. Hasta tal punto debió de ser el shock, que finalmente optaron por instalarse fuera, a la intemperie y buscar alguna tienda o toldo como precario abrigo. De momento el nuevo hogar en Europa era eso, unos escasos metros en medio de un campamento de ochocientos refugiados, sobre los que había que levantar más pronto que tarde una tienda, un cobijo.

Escribo de nuevo junto al mar, mientras mis compañeros duermen y se recuperan de la intensa noche pasada. Ante mí el ancho panorama marino de todos estos días. Apenas un barco de mercancías y otro de guerra salpican el horizonte. De nuevo me asalta la sensación de que Dios nos otorgó un planeta maravilloso para crecer, desarrollarnos y aprender a vivir como hermanos. Pudiendo construir paraíso, a veces levantamos infierno. Cada ola que se acerca trae su interrogante, demanda saber por qué no logramos hacerlo de otra forma. Sí intentarlo, de manera que ya no haya ninguna familia hacinada bajo ningún toldo del ACNUR, de manera que nadie tenga que sufrir empujones en una larga cola para poder acceder a su alimento, de manera que nadie deba de abandonar su tierra porque al dictador de turno se le antoja soltar desde los cielos bombas sobre la población civil inocente… Esta mar calma que de noche ha traído a Chíos algo del dolor del mundo, nos invita a hacerlo siempre de otra forma, con más tacto, armonía, compasión , conscientes de que absolutamente todo lo que nos rodea, en cualquiera de sus reinos y condición es sagrado y digno de toda protección y respeto.

Isla de Chíos 11 de Mayo del 2016

 
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