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“Desacorazarnos”

Si todo el dinero que Occidente invierte en gastos armamentísticos y en implementar medidas de supuesta seguridad y planes antiterroristas, lo empleara en paliar las causas de la miseria, el analfabetismo y en el fomento de foros de encuentro y diálogo entres las naciones, las culturas y las religiones, el terrorismo iría poco a poco callando.

Era pequeñito, vivía lejos y además siempre vestía sotana, sin embargo su mensaje era grande, cercano y poderoso. Es difícil olvidar al entrañable Helder Cámara y su apuesta vital de justicia y amor que tan oportunamente caló en nuestros años mozos.

Podíamos después desoírle, callar que habíamos devorado los libros del obispo católico brasileño, podíamos incluso darle momentáneamente la espalda en arrebato de juvenil desaire, pero su testimonio y legado de no-violencia nos reasaltaría con toda su fuerza al sentar un poco la cabeza. Profeta de genuina paz, tuvo la habilidad de hacernos llegar un mensaje eterno y universal en un contexto familiar y con una convicción particular: “La violencia sólo genera violencia. Es preciso romper la cadena de odio con el perdón y el amor”.

Pronto hará cuatro años que abandonó su encogido cuerpo, sin embargo sus palabras se han ido agrandando de día en día. A la vista del convulso panorama del que hoy somos testigos, me asalta con fuerza la memoria del arzobispo de Olinda y Recife. Su teoría de la espiral de la violencia cobra especial pujanza en un mundo tan enganchado aún a una barbarie que aquí y allá pareciera no querer ceder en sus interminables vueltas de tuerca.

En medio de la lógica caduca y cavernícola de la acción-represión-acción…, prima recuperar el testimonio de los grandes líderes mundiales de la no-violencia, actualizarlos y considerarlos, no en loas y boato, sino en la práctica. Por suerte nunca nos han faltado esta suerte de gigantes del amor puro y la compasión universal. El Dalai Lama es quizá el ejemplo más evidente de nuestros días, sin olvidar que el anciano patriarca de Roma ha jugado en este aspecto un papel claro y valiente.

Dice al respecto el monje budista Tenszin Gyatso: “El mundo necesita dirigentes capaces de trabajar en la línea de garantizar la estabilidad y de comprometerse a dialogar con el enemigo, con independencia del tipo de agresión o de ataque que puedan haber sufrido”. En caso contrario, el “ojo por ojo”, en su versión moderna de “American justice”, conseguirá dejarnos a todos tuertos y por supuesto nunca traerá la paz. Un imperio subyugado por la paranoia y el miedo no es garantía de sosiego en el mundo.

¿Qué tiene que acontecer para que nuestros líderes comiencen por fin a comprender que sólo la fuerza descomunal del amor es capaz de hacer enmudecer la violencia? Ningún misil hallado o por hallar, inteligente o analfabeto, con cabeza nuclear o de vaselina, podrá jamás equiparase a su poderío inconmensurable. El amor no entendido como delirio emocional, sino como millones de euros y dólares invertidos en ayuda al desarrollo, como oportunas mesas de diálogo, como resolución pacífica y duradera de conflictos, como aumento de los espacios de encuentro; el amor como esperanza nunca acallada de que siempre restará una oportunidad de entendimiento entre los humanos. No hablamos de un amor ñoño y paralítico, sino de aquel revestido de eficacia y sensatez, consciente de que para acabar con la violencia, más allá de los efectos, es preciso reparar en las causas que la generan e intentar subsanarlas.

¿Cuándo comprenderá Sharon que los misiles que dispara sobre las calles de Gaza en realidad están dirigidos en contra de sí mismos, que las bombas que hacen estallar los vehículos de los militantes extremistas islámicos son artefactos que en realidad está lanzando sobre sus propias avenidas y establecimientos? Igualmente a la inversa. ¿Cuándo se enterarán los fundamentalistas de la media luna que los brutales e indiscriminados ataques que dirigen contra el “enemigo sionista”, tan sólo perpetúan sin límite su situación de marginación y opresión?

¿Cuándo reparará Bush que la seguridad americana no se recupera con más guerras y más presupuesto para Defensa, sino contribuyendo a paliar las enormes diferencias sociales y económicas entre el Norte y el Sur; que los terroristas no se acaban matándolos, sino desamordazándolos y escuchándolos, tratando de hallar al humano que se esconde tras sus desatinos? Es preciso desplegar las medidas policiales garantes de la vida, pero los terroristas no desaparecerán con la pura y dura represión, sino abriendo cauces de encuentro y reinserción, proporcionando a sus pueblos un horizonte de mayor desarrollo económico, social y cultural. Los terroristas seguirán multiplicándose siempre y cuando se genere y mantenga el caldo de cultivo de miseria y represión que necesitan para proliferar.

¿Cuándo comprenderá Putin que los camiones de la muerte que se lanzan suicidas sobre sus guarniciones en Chechenia sólo se detendrán, cuando su ejército deje de patrullar de forma salvaje y de violar los derechos humanos por los pueblos y aldeas de esta geografía, cuando concluirá que respirarán en paz cuando concedan a este pueblo el grado de autogobierno que mayoritariamente reclama?

No apuntamos en estas líneas un desafío baladí. Hemos de atender más pronto que tarde el reto titánico del diálogo y la reconciliación, de la atención a las causas que subyacen en los conflictos de mayor o menor intensidad que padece nuestro planeta. He ahí la salida al dolor enquistado aquí y allá, la única puerta que puede abrir un futuro diferente a las generaciones venideras. La “hoja de ruta” de la paz en Oriente medio y en el mundo entero, se eternizará en infinitos meandros de violencia, hasta que los extremistas de uno y otro lado se persuadan de que la sangre jamás libera y emancipa, sólo nos retrotrae en la historia, sólo perpetua el odio y el sufrimiento.

La historia ya no puede esperar, sometida a la inercia del rencor, atorada en el caduco paradigma de la confrontación. La humanidad entera está llamada a salir de la dinámica mecanicista del golpe y el contragolpe y dar un salto evolutivo sin precedentes, está llamada a romper la espiral de la violencia impelida por una corriente reconciliadora cada vez más abarcante. La heroicidad se mide en nuestros días, no tanto por hazañas en batallas que programan y aplican los ordenadores, si no por gestos imprescindibles, inaplazables y supremos de perdón y acercamiento entre los contendientes. Perdón no significa condescendencia con lo que es injusto o inaceptable, sino elevación de la mirada, disposición para el olvido de pasados agravios, capacidad de volver a empezar.

No hay futuro si no hay generosidad de las partes enfrentadas. Generosidad no es tampoco abdicación, sino disposición al diálogo y acercamiento, voluntad para realizar gestos que permitan superar obstáculos en la vía del entendimiento, es intentar llegar a acuerdos dentro de los márgenes de lo coherente, lo racional, dentro de la máxima del prevalecimiento del bien de la mayoría.

La humanidad está llamada ha afrontar de una forma firme y coherente las causas generadoras de la violencia. Si todo el dinero que Occidente invierte en gastos armamentísticos y en implementar medidas de supuesta seguridad y planes antiterroristas, lo empleara en paliar las causas de la miseria, el analfabetismo y en el fomento de foros de encuentro y diálogo entres las naciones, las culturas y las religiones, el terrorismo iría poco a poco callando. Aunque sólo fuera en un orden práctico y de resolución eficaz de los conflictos, los países poderosos deberían variar su estrategia antiterrorista.

La revancha es la perpetuación del temor y el dolor. Buena parte de los americanos, ya no digamos de los israelíes, vive con el miedo metido en sus células, éste forma parte de sus días. Viajar libremente por el mundo se ha convertido para ellos en un movimiento de riesgo. Acorazarse y armarse hasta los dientes es poca garantía de seguridad. El único aval de paz es romper la espiral de violencia por cualquiera de sus puntos con concesiones y gestos de buena voluntad, salir a encarar sin armas el problema, con la voluntad decidida de ceder y sacrificar algo para alcanzar el acuerdo, para desembarcar en una más sana y pacífica convivencia entre las partes.

No hay paz en casa propia que se instale, tras la muerte y el terror en casa ajena. No hay paz que se pueda asentar sobre la desconfianza, la injusticia y las fronteras acorazadas. Siempre habrá un agujero por donde se infiltre el “enemigo”. El fundamentalista de Hamas, siempre encontrará un uniforme de soldado hebreo, o incluso de rabino, para inmolarse con su bomba al cinto. Siempre habrá un piloto loco dispuesto a hacer saltar de buena mañana una gran torre, siempre rodará un camión cargado de dinamita con terribles destinos…, siempre y cuando no se les prive de razones y argumentos para maquinar terror y sembrar la muerte.

La desconfianza es el mayor virus de nuestros días, por supuesto mucho más peligroso que la neumonía asiática, la desconfianza a tender una mano, a coger a alguien “a dedo”, a abrir las puertas de tu casa, a abrir las fronteras de tu país, a pasearte libremente por el mundo, a sentarte y compartir un cigarro, un té, un sueño, un porvenir…

La desconfianza trae la inseguridad, ésta a su vez la infelicidad. ¿Para qué queremos estancias y países acorazados hasta los dientes, si después no podemos asomarnos por la ventana, respirar aire puro y viajar tranquilos? Acabemos con los blindajes, rompamos las alambradas, salgamos a la búsqueda del vecino, del hermano que en su desesperación tomó un arma y apuntó hacia el hogar o la nación privilegiada. Acabemos con las injusticias que nutrieron el fanatismo y engrasaron su artillería. Sólo así lograremos confianza, seguridad y felicidad duraderas, sólo así conquistaremos un día el sueño de la auténtica paz.

Cuatros Pensamientos Inconmensurables:

Puedan todos los seres sintientes tener la felicidad y las causas de la felicidad.
Puedan todos estar libres de sufrimiento y de las causas del sufrimiento.
Puedan todos nunca ser separados del gozo que está libre de sufrimiento.
Puedan todos vivir en ecuanimidad, libres de apego y de adversión.

Oración del linaje budista Sakia

 
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