Política y paz | Una sola humanidad | Espiritualidad | Sociedad | Tierra sagrada

Familia sin pancartas

Queda por rehacer la familia, revitalizada por la diaria e incondicional entrega, preocupada por construirse a sí misma, pero también por convertir la humanidad en una gran familia planetaria. Queda por rehacer la familia celosa de su intimidad, de su humor, de su gozo, pero a la vez abierta al mundo, capaz de volcar en él, toda su carga de inagotable solidaridad.

Nadie niega los derechos que, ante la ley, han de asistir a las parejas homosexuales, equiparables por supuesto a los de las heterosexuales, sin embargo, cada unión tiene su nombre y naturaleza. Nadie niega el escrupuloso respeto que se les debe a las uniones de gays o lesbianas, sin embargo, no es necesario denominar matrimonio a lo que, hasta hace bien poco, no lo era. De ahí a salir al asfalto y blandir pancarta hay un trecho. Los nombres, las meras cuestiones de denominación, no deben empujarnos a la calle, menos aún a la batalla.

La familia no ha de dejarse seducir desde las trincheras ideológicas; no se defiende a golpe de pancarta, de sabatino paseo con cortejo de purpurados, sino con manifestación más discreta, más disimulada de amor y de entrega a la pareja y los hijos. La familia no se defiende a golpe de autobús y bocadillo, de marchas grandiosas con poco oculta finalidad política, sino "a pie de obra" en hogar y con diarios gestos.

¿Qué parar, qué detener, qué congelar de nuestro acervo colectivo por un lado; qué mover, qué transformar, qué renovar por otro? ¿Con qué nos quedamos, qué olvidamos? El eterno juego de la vida y de la muerte alcanza también a las pancartas. ¿Qué ha de morir de entre nuestros valores y tradiciones y qué ha de permanecer? Es ante esta pregunta mayúscula, donde se observa más nítidamente nuestra crisis civilizacional. No sabemos lo que ha de perdurar por su condición atemporal, ni lo que está destinado a desaparecer por su naturaleza meramente coyuntural. Faltan referentes significativos, visiones claras, miradas equilibradas. Ni todo el pasado está caduco, ni a todo el futuro que visiona la progresía hay que abrirle los brazos.

Cada quien sabe dentro de sí mismo lo que ha de conservar, lo que ha de morir y sacrificar en su aspiración de mejora, de desarrollo, de enaltecimiento. Es a nivel colectivo cuando el interrogante de lo que ha de permanecer y lo que ha de desaparecer, en aras de nuestra evolución colectiva, resulta más complicado. ¿Dónde la eternidad, dónde lo caduco? ¿Dónde los valores, tradiciones e instituciones inmutables, dónde los pasajeros?

La familia se sitúa, sin duda alguna, en la exigua columna de lo que debe permanecer, de lo que es preciso avalar y defender. No obstante, en nuestros días, la familia hace aguas, pues en crisis están los valores de fidelidad, responsabilidad y compromiso inherentes a ella. Estos principios no son patrimonio de las fuerzas conservadoras. Difícilmente encontraremos unos valores de más osado progreso. Sólo una fidelidad que se renueva, recrea y florece a cada instante, perdura en el tiempo. Otra cosa es imagen, acomodo, rutina asumida, letargo compartido y fidelidad a unos papeles, que no a un corazón.

En nuestra juventud, imbuidos de aquel ansia destructor, capaz de llevarse por delante todo lo instituido, la familia se puso también en nuestro punto de mira, hasta que, entre batalla y batalla, una dulce mano femenina nos puso a pasear por los campos. Ante el placer de mirar y pensar juntos el horizonte, se nos aligeró también la carga de instituciones a combatir. De forma discreta y silente volvíamos apostar por la familia. Era más fácil subvertirla que acabar con ella, alocada afronta, por lo demás imposible.

A la postre, queda lo hermoso, lo excelso, lo puro, lo elevado. Queda el amor en su versión genuina y por lo tanto indescifrable. Queda el servicio desinteresado, el sacrificio, la apuesta por el bien del prójimo. Queda la felicidad colectiva, no el placer pequeño, pasajero, momentáneo, tan a menudo egoísta. Queda el profundo agradecimiento por los dones que la vida nos colma a cada instante.

Queda lo que se vuelca, lo que se da, lo que se entrega, lo que no se retiene; muere lo que acapara, sorbe, cristaliza, aprisiona, oculta. Saquemos a la familia de la batalla política. La familia tradicional puede llegar a oler de pura parálisis, de agudo autoritarismo, de distancias insalvables, de respetos muy diplomáticos que nunca alcanzan la calidez del genuino amor. La familia progre puede llevar también la descomposición, la desarticulación por falta de compromisos, de fidelidades, de ética, de norte, henchida de libertades que no sabe que hacer con ellas.

Queda pues por reinventar mucho, comenzando por nosotros mismos, de paso la familia que ahora sabemos, no morirá nunca, pues es de las cosas que no hemos hecho nosotros y por lo tanto no lleva fecha alguna de caducidad. Queda por rehacer la familia, revitalizada por la diaria e incondicional entrega, preocupada por construirse a sí misma, pero también por convertir la humanidad en una gran familia planetaria. Queda por rehacer la familia celosa de su intimidad, de su humor, de su gozo, pero a la vez abierta al mundo, capaz de volcar en él, toda su carga de inagotable solidaridad.

Queda por rehacer la familia fiel a sí misma, pero a la vez, fiel a un mundo cambiante y necesitado. Queda por rehacer la familia libre, no sujeta a catecismos, doctrinarios, ni a protocolos caducos, pero a la vez consciente de su mayúscula responsabilidad en el tejido de unas relaciones sociales respetuosas, sanas y responsables. Queda por rehacer la familia nacida de mujer y hombre, primera y excelsa institución donde el niño toma iniciática y trascendental noción del sentido de la fraternidad humana.

No podrá por mucho tiempo la Iglesia mantener ese imposible equilibrio de marginar y arrinconar a la mujer en el seno de su institución y a la vez defender la familia. Si es cuestionable la adopción de niños por parte de una pareja gay, pues se priva a éstos del calor y la ternura materna, tanto o más se ha de cuestionar una Iglesia colmada de ancianos sacerdotes, pero sin mujeres y madres en pleno ejercicio. La energía masculina y femenina en su complemento y equilibrio fecundan y engrandecen el mundo, desde sus más pequeños a sus más gigantes organismos.

La familia no necesita de pancartas, ni de interesados apoyos, urge de padres, madres e hijos consagrados a la tarea de crear y recrear el primero y más importante de los círculos de convivencia humana. La familia no necesita de políticos y obispos que la jaleen y la propaguen en las avenidas, necesita de sus protagonistas que alimenten día a día su llama de amor eterno.

 
   |<  <<    >>  >|
NUEVO COMENTARIO SERVICIO DE AVISOS

 
  LISTA DE COMENTARIOS