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Más que una carrera

Correr juntos da mucho de sí. Permite alcanzar logros colectivos que desbordan lo meramente deportivo. La Behobia-San Sebastián no son veinte kilómetros de carrera, es una entrega increíble de corredores, público y voluntarios, una fiesta de la fraternidad entre los pueblos, entre las diferentes condiciones sociales, físicas... Es una exaltación de la máquina humana que se lanza brava a la carretera entra ambas localidades, que nada detiene, que avanza firme y rauda a través de los mil y un charcos y contratiempos. Asombroso el cuerpo que la vida nos otorga, increíbles sus posibilidades a nada que lo cuidemos y “engrasemos”. Asombrosa también la organización que acoge a casi 30.000 corredores y permite el milagro de la fiesta colectiva pese al temporal.

¿Quién hubiera corrido en esa mañana en que los Cielos vaciaron toda su agua, en que la Rosa desató todos sus vientos? El tiempo infernal elevó el evento a épica colectiva. Dicen que corrían, pero yo les vi volar a ras de tierra, por más que no era cuestión de quién “sprinta” más rápido, de quién resolvía antes la proeza, de quién se arrimara primero a las preciadas olas y alcanzara el victorioso Boulevard. Más allá de lo que marquen los relojes, el mérito de desembocar en el mar y respirar por fin salitre se divide por igual entre los esforzados participantes.

Las manos dolían al llegar a casa de tanto reunirlas con fuerza. Bendito dolor. No era para menos. El ánimo al principio era para los disminuidos físicos, para esos dobles héroes que hacían frente a un mismo tiempo a la lluvia y el viento, así como a sus propias limitaciones. Los vítores se repitieron cuando aparecieron los vencedores de la carrera capaces de venir desde la frontera en una hora, para esos suprahumanos dotados con máquinas no sólo perfectas, sino también poderosas. Las primeras corredoras fueron las siguientes receptoras de todas nuestras ovaciones, solidaridad inevitable con la mujer que corre, salta, lucha y además engendra nueva vida.

Cierta indisimulada emoción asaltaba también al paso de quienes imprimían al correr su particular sentido, cual la libertad de sus correligionarios políticos. Las “senyeras” encontraban en la carrera hacia Donosti una pista en la que desplegarse y expresarse, también un guiño foráneo que tanto extrañan en estos tiempos. La marea humana empapada no se detenía. Gozo de ver pasar durante horas a tantas gentes variadas y al mismo tiempo hermanadas en el sencillo placer de correr largos asfaltos. Bajo un paraguas agarrado tantas veces con firmeza en la desapacible Zurriola vimos correr autonomías y nacionalidades profundamente unidas, vi desfilar una España diversa que no necesita ningún tipo de presión para hermanarse.

Los solos números de los cronómetros se hubieran antojado fríos en una ya de por sí rigurosa mañana. Las marcas deportivas se diluyen en el calor de la fiesta. No hay laurel para tantos pechos mojados. La hazaña de la Behobia se escribe definitivamente en ancho plural. ¿Otra ciudad podría albergar, no tanto el evento de desmesuradas proporciones, sino esos pasillos a los corredores tan cálidos y entusiastas, ese anhelo tan desbordado de compartir y confraternizar?

A la tarde en la estación de autobuses los corredores ufanos se hacían todavía “selfies” y exhibían la gran medalla redonda. ¿Quién colgará del cuello el merecido trofeo de hierro? La carrera cumplía cien años. ¿Cuántos aplausos nos hemos perdido? Seguramente éramos donostiarras de segunda al no haber vivido nunca la Behobia. Quizás un día correr, aunque sea para llegar en la cola; quizás bajar a la carretera y sumar, ya con camiseta y deportivas, a esa estrecha comunión. A la postre creo que la popular carrera es sólo una excusa. Nos evidencia la falta que tiene el humano de espacios y oportunidades para hermanarse en lo profundo. No sólo la cultura y el deporte nos brinden esos atisbos. Quizás un día ese correr juntos desborde el asfalto mojado, quizás no quede acotado, no se limite a veinte kilómetros y a una puntual jornada. Quizás se deslice por avenidas sin fin. Luciremos después por los andenes otra suerte de más extendido orgullo.

La televisión a la noche nos revelaría una vez más nuestras carencias a la hora de encontrarnos en la arena política. Las alegrías que no nos proporcionó la pantalla, al constatar el ascenso de la intolerancia, al observar de nuevo nuestras dificultades para reunirnos, dialogar y acordar, nos la dieron quienes nos ofrecieron alarde de superación personal, de espíritu de colaborar y compartir. Fueron muchos miles y lo dieron todo. Avanzaron entre la lluvia y la niebla demostrando, zancada a zancada, que otro mundo de más sencilla, sincera y noble entrega al afán colectivo es posible.

 
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