Nuestro desarrollo personal no pasa necesariamente por agitar el puño con más o menos brÃo, sino por adquirir crecientes compromisos, explorar en el deber, en el servicio, en nuestra aportación en medio del mundo. Insistir más en los derechos que en los deberes genera necesariamente un déficit, una deuda. Satisfechos nuestros derechos fundamentales, los humanos iremos abrazando renovados deberes. Crecemos cuando asumimos más compromisos, cuando incluimos más seres, animales, naturaleza en nuestro cÃrculo de protección y cuidado. El humano madura, florece cuando comienza a hablar más de entregar que de recibir; más de reconstruir que de destruir. Si no soltamos en algún momento la pancarta reivindicativa, los deberes nos pueden pasar inadvertidos. Sumidos en el desenfreno de la protesta, podemos llegar fácilmente a olvidar nuestros compromisos, no ya sólo de buenos ciudadanos, sino de humanos conscientes y responsables. Ya hemos paseado la pancarta, ya hemos hecho las grandes avenidas reclamando fuera todo lo que creÃamos justo. Ahora es cuando comenzamos a reclamarnos, a interpelarnos por dentro. Cada quien es libre de poner el acento en pedir o en dar. Sin embargo no convendrá olvidar que la Vida sólo nos devolverá en la medida que damos. SÃ, abortar es un derecho inalienable de la mujer. Ningún polÃtico, ningún religioso debe mediar en ese derecho. Hay cuestiones Ãntimas en las que ni el Estado, ni la Iglesia debieran entrar. Somos libres de dar y contribuir a la Vida con mayúsculas a voluntad nuestra, pero no olvidemos que la Vida necesita de nuestra devoción y contribución para poder reproducirse, sostenerse, progresar... La Vida llama a la puerta y nos pregunta qué estamos dispuestos a dar, en qué medida deseamos sumarnos a ella; no porque haya una prescripción administrativa, sino porque media una demanda del alma. Somos libres de sumar o de restar a la Vida, de dar luz verde a una sonrisa, a una esperanza, a un alma que al otro del velo suspira por encarnar o por el contrario de retenerla. Cuando éramos jóvenes el mundo giraba demasiado a nuestro alrededor, por eso no soltábamos la pancarta, por eso algunos llegamos a frustrar la vida que querÃa aquà tomar aliento. Nuestros labios clamaban sin cesar derechos, mientras que olvidábamos el derecho más elemental de venir a la Tierra de unas almas a las que inconscientemente habÃamos convocado. Venimos ya de vuelta. Intentamos abrir hoy las puertas que cerramos ayer, defender la vida que en el pasado interrumpimos. Nuestras gargantas ya enmudecieron, los derechos, en importante medida, ya los conquistamos, ahora toca pues entregar a manos cada vez más llenas. Toca dar, pedir para que la vida no se cercené, no se interrumpa; defenderla en cualquiera de sus formas ya un bosque amenazado, ya un animal maltratado, ya un campo presto a ser regado de quÃmica, ya una criatura que desea asomar la cabeza en el vientre de la madre… No somos Iglesia desde el momento en que ella no repara, en este caso, en el derecho decisorio de la mujer. La mujer es dueña de su cuerpo, pero también templo sagrado, regazo insustituible, athanor de nueva vida. Los derechos están ahà y habrá que defenderlos, pero quedan devaluados sin conciencia de lo sagrado, de lo intocable, de lo eterno. ¿Cuál es el primer derecho? Hay también una razón del otro que todavÃa no puede alzar la voz, hay una legitimidad de quien aspira llegar, hay argumento en el alma que desea materializarse, encarnar fÃsicamente. Cuando la vida torna sagrada, vuelca nuestro mapa de derechos. Primero por lo tanto lo sagrado y después nuestros derechos, pero ésta es una jerarquÃa que sólo cada quien habrá de establecer libremente en sus propios pagos. |
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