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De intereses e ideales

Mucho apunta a que no sólo España “hurtaba”, a que las aspiraciones personales podían superar a las nacionales. La vida pública nos ofrece a menudo interesantes espejos a la hora de observar nuestra psicología más interna. En nuestro nivel evolutivo, no es lo más corriente que los intereses particulares se afinen con los generosos ideales. En esos contados casos, el dominio de lo que nos afecta va minando y deshaciendo el yo minúsculo. Es cuando nos involucramos más decidida y sinceramente en el devenir de lo colectivo. La merma del interés personal posibilita mayor entrega a los ideales generales. Pronto y claro: lo que el interés es a la personalidad, el ideal es al alma. Más gana el alma, más triunfa el ideal de servicio; más progresa la personalidad inferior, más avanza el interés personal.

Esta puja entre la naturaleza inferior y superior por adueñarse de nuestras propias riendas es tan antigua como el mismo humano. Dicen que, contra todos los pronósticos, en el foro interno del “honorable expresident”, el interés aventajó al ideal, por más que éste se proclamara durante décadas a los cuatro vientos. Sin pretender aquí entrar en el encendido debate soberanista, lo que sí parece evidente es que nada ha hecho tanto daño al progreso de la causa catalana, como la confesión pública del señor Pujol sobre el impago tributario de su fortuna.

No haremos leña del árbol caído. No es nuestro interés, entre otras razones porque el caso Pujol no parece tan excepcional en nuestra “cosa pública”. Más nos concierne esa dicotomía entre interés e ideal que ahora salta a las cabeceras y que lamentablemente está presente, no sólo en el ámbito de la política, sino en tantas otras áreas de la actividad humana. En realidad, la vida sólo merece ser vivida por un alto ideal. El ideal siempre implica el progreso de lo colectivo, el mayor bien para el mayor número de personas. No le pondremos apellido, lema, color, nacionalidad… Sólo cada quien sabe en su foro interno cuál es el desprendido ideal al que merece la pena entregarse y al cuál someter el interés de la personalidad. Yerran todos los reclamos publicitarios, cuando vinculan la felicidad a la atención de los intereses particulares sin brillo, ni vuelo, sean de la índole que sean.

Al final de nuestros días, la satisfacción no vendrá del recuerdo de cuando nos pusimos al volante del coche nuevo, sino de cuando pilotamos nuestra voluntad, tiempo y talentos hacia la consecución de ideales colectivos. No, no haremos leña del árbol caído, entre otras razones porque el señor Pujol a estas alturas de linchamiento mediático, tendrá más claro que muchos otros, que el muy cuestionable gozo íntimo que proporciona el atesoramiento de una fortuna escondida, para nada es comparable al de la satisfacción que otorga el empeño altruista en pos de un ideal.

Consagrarnos por lo tanto a un noble ideal es la mejor inversión de nuestras vidas. Romper las ataduras de los deseos y salir al paso de las reales necesidades del mundo, es lo que verdaderamente puede realzar nuestros días. Antes de abrazar el ideal, seguramente erraremos, intentaremos satisfacer muchos de los caprichos del deseo. Cada una de esas frustraciones por el deseo nunca totalmente hartado, es lo que nos empujará a vincularnos cada con más fuerza al alma y su alto ideal. Podemos hacerlo aquí y ahora o podemos aguardar a la culminación de todas esas frustraciones. Sólo en nuestro interior la última decisión.

Paradojas de la vida, la genuina dicha viene a menudo acompañada del olvido de nosotros mismos, por lo menos de cierta indiferencia con respecto a la marcha de nuestra cuenta corriente. No será preciso vestir túnica azafrán para persuadirnos de que el apego es la sola causa del dolor. Algunos acaban de aprenderlo al ver su nombre en los titulares de todos los periódicos. Podamos evitar los otros ese doloroso aprendizaje.

 
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