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Sube la verdad, baja el uranio

Los ascensores no son para desangrarse en su interior, menos cuando hay algo importante a compartir al llegar a la calle, menos cuando hay que seguir aventando crónicas tan necesarias de la lejana Chechenia, o de las más cercanas y oscuras comisarías.
Anna Politkovskaya sabía del gran peligro que corría, pero su compromiso con la verdad era irrenunciable. El sábado en que la mataron se disponía a seguir revelando informaciones con las que nadie se atrevía. Se dejó la piel denunciando la infamia. Aún hay heroínas que pagan la luz a precio de vida.

Se enfrían los frágiles dedos que hasta ayer amenazaban el corrupto régimen ruso, que sacaran a la luz todo el terror de Putin en la república caucásica. Dice el férreo mandatario que buscará al asesino; como si él mismo no conociera nada de tan sombrío contubernio, de la amenaza que se cierne sobre todos los informadores que no renuncian a sus libertades; como si no supiéramos de los antecedentes del siniestro presidente que domina Rusia entera.
A Anna Politkovskaya no le han segado la vida en una república bananera, sino en el corazón de la capital de la segunda potencia mundial. Europa y EEUU hoy protestan, pero mañana callarán, porque nadie osa cantarle todas las verdades al frío hombre del Kremlin con su teléfono rojo, con su petróleo a raudales, con su vasto territorio rebosante de materias primas. Otros adjetivos como “fuerte”, “duro”, son sólo eufemismos que esconden horrores que la periodista conocía como nadie.

¿Por qué los tiranos alcanzan aún nuestros días, por qué siguen ocupando gobiernos y palacios? ¿Quién les dio paso en el siglo XXI: la insensatez, la ingenuidad…, o tal vez el miedo? Deberán surgir muchos periodistas valientes dispuestos a reportar la manipulación, la merma de libertades, las prácticas mafiosas y la violación de los derechos humanos por parte del Estado; deberán ponerse muchas Politkovskayas al teclado para que amanezca en Rusia.
Mientras que esta gran nación no se levante ante este y otros muchos desatinos, mientras que calle ante este despropósito si no apadrinado, si consentido por el Gobierno, no será libre, no podrá mirar al futuro con el debido orgullo, con la merecida esperanza.
Pese a la sangre en el ascensor, pese a tanto silencio cómplice, a Rusia y a ningún pueblo le ha de faltar esperanza, tampoco un orgullo que poco tiene que ver con himnos, o banderas, o patrias edulcoradas…, sino con la defensa aunada de mujeres que relatan verdades como puños, con la resistencia a no ceder su destino a los déspotas.

La verdad es cara, pero el uranio barato. En el extremo oriente, la población de Corea del Norte carece de alimentos, mientras que otro dictador, éste ya macabro, junto a sus secuaces juegan a atemorizar al mundo con sus ensayos nucleares.
Es de ley que los pueblos tumben a sus propios dictadores. Desde fuera se pude tirar un poco de la cuerda, pero cada nación subyugada ha de sacudirse su propio opresor y ensayar su tránsito a la democracia verdadera, sin violencia, ni sobresaltos. De lo contrario podemos tropezarnos con callejones difíciles como el caso de Irak o, salvando las diferencias, también de Afganistán.
La sangre puede ser dolorosa, pero nunca inútil. “A mí me urge la verdad” declaraba la periodista valiente. Ahora hay más luz proyectada sobre Rusia. ¡Que futuros destellos no salgan tan caros!

 
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