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El peso de la memoria

A propósito de la llamada “enfermedad del Alzheimer† 
Los faros horadan la niebla de vuelta del mar, camino de la casa arrimada a un bosque siempre verde. Allá lejos, junto a las olas, aparentemente clavados en la nada, quedaron esos ojos fijos, inmutables que no horadan nieblas, que no escarban en la noche. Cada quien es libre de nublar los recuerdos, de filtrar la vida a voluntad, de quedarse con lo que quiere. Cada quien baja sus persianas cuando le sobra la luz, cuando el atardecer se le alarga. Se sube a un carro y deja que le empujen, que le peinen y le afeiten y así nos da la oportunidad de devolver todo lo que nos ha dado.

¿Por qué seguir con tanta memoria? Él se quedó con el recuerdo de lo imprescindible: el de la mujer que fiel que le acompañó toda la vida, el de la escopeta sin balas con la que hubo de defender un puente durante la guerra; el de la barandilla que dibujó su padre y que después el acariciará en un puntual y sencillo ritual cada mañana… El equipaje habrá de ser como el del poeta, el mínimo y ligero. ¿Para qué más peso si está de mudanza? ¿Para qué más recuerdos si el vive ya en el futuro, si sus veredas más frecuentadas no tienen polvo? ¿Si es allá, al otro lado del velo, donde se remonta la atalaya, se enfocan los catalejos e inicia la retrospectiva?

El alma es muy libre de dejar un testigo aquí en la tierra y llevarse el disco duro con los datos y recuerdos. Lo importante es que todo se grave. El soporte de la grabación, el lugar de ese almacenamiento ya es secundario. El cuerpo y su cerebro limitado y caduco no siempre retiene la copia de todo la vivido. Tampoco la llamada muerte es la que ha de marcar el momento exclusivo de ese trasvase informativo.

La niebla multiplica los interrogantes… ¿Con qué finalidad deja el alma esa forma, ese mero testimonio ya casi mudo? Me pregunto al volante por las razones de la permanencia de ese pálido reflejo. Niebla entre la niebla… ¿Será el Alzheimer un tartamudeo de adiós, una ausencia escalonada, un desacostumbrarse paulatino...? ¿Será una invitación a que hagamos músculo empujando un carro, para que nos ejercitemos en el inexcusable deber del servicio? En realidad, el carro va sólo a la orilla del mar. Desde la barandilla el ser querido se familiariza con el infinito. El océano como metáfora de un espacio sin fronteras en el que reencontrarnos, en el que nadie pide cuentas, ni pregunta por la alineación de la Real, o los afluentes de Ebro… En realidad él ya ha cumplido. Las olas vuelven una y otra vez, pero no le interrogan.

Mentamos y por lo tanto atraemos a más enfermedades de las que en verdad nos aquejan. La química y el fármaco difícilmente lograrán desenterrar lo que ya está sepultado. Yo no llamaría enfermedad a ese desconectar cuando hemos cumplido y dejado las cosas en orden, a ese recogimiento que no contempla ya molestias de ningún tipo. El Alzheimer tendrá su razón de ser, por más que las explicaciones profundas se nos escapan. Por de pronto nos llega más salitre, nos acercamos más a Donosti, a su encanto y barandilla. Por de pronto se forma piña entre quienes rodean al ser querido. Pero también nos permite una despedida a plazos, sin mayores sobresaltos.

No lloremos esa memoria que se nubla, ese ser querido que se desnuda de pasado. Fortalezcamos la fe en el reencuentro. Bendigamos la suerte de la cita más allá de unos cuerpos que ya se desgastaron. Bendigamos esa comunión de almas que aspiran a un Cantábrico sin barreras, a un océano que se codea ya con el infinito.


* Imagen Estibalitz Ruiz

 
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