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Gobierno de la luz

La primavera árabe aún no ha alcanzado a todos los desiertos. Alguien se lo explique a Mohamed VI con amabilidad y cortesía: todos los hombres y mujeres somos iguales, por supuesto también todos los ciudadanos de Marruecos. Ellos gozan, todos y todas gozamos, del mismo corazón, del mismo alma. No se escandalice al advertir que compartimos naturaleza, que somos hermanos. El más humilde súbdito es tan digno como el propio rey alauí. Las últimas reformas allí anunciadas ni siquiera contemplan esta obviedad.

Es importante que el monarca cobre conciencia de ello. Alguien se lo debería haber dicho con meridiana claridad, en inconfundible árabe. No sólo él, sino todo humano es sagrado y libre. Alguien debería abrirle los ojos y hacerle observar que no le asiste derecho alguno para mermar la libertad de ningún marroquí.

El rey Mohamed debería saber que al convertirse él ahora en “inviolable”, “regala” la condición de “violabilidad” a los 31 millones de súbditos. Escandalosas paradojas a comienzos del siglo XXI. Salvando las distancias, algo de esa didáctica siempre amable y considerada habría que trasladar a otros monarcas más cercanos. Es preciso decirlo sin acritud, pero con claridad soberana: la sangre no proporciona rango. Las tutelas que hemos padecido comienzan a perder su sentido. La jerarquía ya no debería venir de una cuna. Eso era cuando aún otorgábamos poder a una dinastía, a un apellido, cuando no sabíamos que todas las sangres son rojas y todos los humanos por igual, hijos de Dios. Reyes y príncipes primero de ellos mismos. Nadie puede gobernar a otros si a sí primero no se ha gobernado, si no ha adquirido cierta maestría, cierta iniciación. La jerarquía nunca se regala, no se otorga por ascendencia. La jerarquía viene de la luz atrapada.

Lo decimos sin rencor: ya no necesitamos reyes sobre nuestras cabezas. Vamos culminado el recorrido hasta una más plena soberanía ciudadana que nos corresponde en heredad. Es preciso ir cerrando etapas. Las monarquías apenas entran con calzador en la sociedad moderna de nuestros días. No tiene sentido la confrontación con ninguna institución, pero sí nuestra apuesta por la mayoría de edad, por la emancipación más plena. Ya no necesitamos reyes, por más que respetamos el roll que hayan podido fungir en el pasado para cohesionar una sociedad desmembrada.

Avancemos hacia una nueva etapa en la que el gobierno esté unido a la luz soberana, no a un abolengo; a una sabiduría, no a una lotería; a una conquista, no a una heredad. La jerarquía existe; no en cuanto dominación, sino en cuanto suprema responsabilidad, servicio genuino y entrega despersonalizada. La jerarquía es, no como pirámide, no como abuso, sino todo lo contrario a como la hemos conocido: como entera donación.

La naturaleza da constancia de ello. La luz ilumina y nada lo puede evitar. Por libertario que haya sido nuestro origen, por rebelde que sea hoy nuestro impulso, no podremos evitar que la excelencia, el magisterio nos deslumbre, que, a más o menos plazo, por fin gobierne. No en vano, a todos los humanos se nos brindan bellas oportunidades de servir a la comunidad. En el futuro no reconoceremos más tutela que aquella desprendida del grado conquistado, ya nunca más regalado. Somos súbditos de la luz y de la verdad y deseamos en el futuro atender sólo a esa jerarquía.

Ahoguemos las nostalgias de una república de fugaz ensayo. Callemos los recuerdos que puedan reavivar discordias, siquiera breve mención de honor y gloria a los que dieron su vida física por la justicia y las libertades que entonces con enorme arrojo y generosidad se intentaron. Ahora toca ya comenzar a esbozar las repúblicas del mañana. Vislumbremos ya el perfil de una nueva casta de dirigentes que serán elegidos por su propia evolución e irradiación. De forma natural y consensuada serán aupados a las cumbres del poder. Vislumbremos un gobierno compartido al máximo, merced primero a una gran descentralización, merced también a las enormes posibilidades de cogestión y coparticipación que otorgan las nuevas tecnologías. Vislumbremos en el cenit, con el consejo presto en los labios, los hombres y mujeres sabios, los que se vencieron a sí mismos, los que, quienes triunfaron sobre su naturaleza inferior y en esa medida se capacitaron para orientar los destinos colectivos.

Huelga combatir una monarquía que aún goza de enorme apoyo popular, pero será preciso comenzar a visionar la edad de oro que ha de llegar, cuando los grandes seres, que sólo viven por y para el bien de la comunidad, se sienten en los tronos y ejerzan cuanto menos una importante labor consultiva. Avancemos pues hacia un gobierno pilotado por quienes reúnen más votos, por quienes concitan también más capacidad y generosidad, gestores asistidos por una jerarquía natural, de entrega incondicional y no de dominio. Preparemos la llegada de gobiernos amparados por los iniciados, por los hombres y mujeres faro (fara-hom) que, desde antaño, la tradición oculta ya había anunciado.

 
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