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Hojas de otoño

Una sonrisa maliciosa, casi irreverente, me brota al leer en la pared de mi oficina que se acerca el “día de los difuntos”. No sé bien de qué muerte me habla el calendario. Vuelvo a mi ventana de otoño y no diviso nada que ella haya podido alcanzar. El verde ahora más pálido de mi valle la desafía en silencio...

Hojas amarillas llaman ya a la puerta de mi casa. Barro la entrada de la hojarasca que ayer me diera sombra y hoy es juego de la brisa, entretenimiento de los niños. El frío va dorando el paisaje. A un lado de la pantalla, verdes ocres, verdes amarillos golpean mi ventana. Asalta a la vista la magia del otoño.

Un aire más fresco peina los campos sin espigas. Descansa el labrantío tras haber ofrendado todo su grano. El viento regala a los suelos el dulce jarabe de la higuera. La vecina me advierte ,bolsa en mano, que me trae los últimos y sabrosos tomates.

Una sonrisa maliciosa, casi irreverente, me brota al leer en la pared de mi oficina que se acerca el “día de los difuntos”. No sé bien de qué muerte me habla el calendario. Vuelvo a mi ventana de otoño y no diviso nada que ella haya podido alcanzar. El verde ahora más pálido de mi valle la desafía en silencio. Se apagan los perfumes en estos días, pero se sostiene la vida hasta el infinito. Retorna una vez más el otoño con su disfraz de agonía.

La vida se colorea, esconde reposa, muta, camufla…, mas estoy convencido de que nunca calla. El otoño vuelca junto a la ventana su acostumbrada sobrecarga de interrogantes. Acicalo las preguntas de siempre, las empujo con permiso del lector al ahora siempre menguado y apresurado: ¿Quién que pintó tanta belleza se atrevió a ponerle un punto final? ¿Quién que despertó tantos campos, ingenió tantos frutos, concibió tanto amor…, fabuló un ocaso? ¿Quién que sopló tanta paz ideó una última orilla? La vida sería una cara broma si desembocara en una caja de madera. ¿Para qué este viaje tan fugaz? ¿Para qué haber amado y dolido? ¿Para qué haber probado el beso, sorbido la fruta, tomado las calles, ensayado otro mundo…, si el sol no podría un día con su gigante esfera de amor y fuego, si todo habría de enmudecer en un instante?

Se acerca el “día de los muertos” y teclado en mano yo quiero cantar a la vida. ¿Y si ese falso y enlutado instante del fin se prolongará a nuestra voluntad? ¿Y si construyéramos futuro a medida de nuestros pensamientos y visiones? La vida no está en precario por muchos maniacos que se suban a las azoteas disparando a todo lo que se les cruza, por muchos coches bombas que estallen a las puertas de las discotecas, por más inoportunos misiles que se acerquen a las rampas de lanzamiento… El telediario descarga en la sobremesa su cuota de cuerpos inertes, pero la vida no está entredicho por más que el despropósito la acorrale, por más que el terror la atenace, por más que los elementos de la naturaleza se revelen ante nuestro abuso y se desaten con fuerza inusitada… Sólo nuestro propio terror cercena la vida. Es el miedo a su fin lo único que la cuestiona. Si nuestro innato anhelo de eternidad se frustró en el papel manoseado del catecismo, en el tedioso Cielo que nos pintó un credo impuesto…, busquémosla más allá, en las mil y un pistas que esconde el misterio en cada uno de nuestros días. Rastreemos eternidad en el hayedo de otoño, en los ojos de una mujer, en la sonrisa de un niño, en el tomate que trajo la vecina, en el higo que tiro el viento, en el éxtasis de un paisaje pálido…

Vayamos tras su rastro, sólo puede existir si en ella creemos y entonces “otro mundo posible” se extenderá a perpetuidad. Merece la pena ponerle alas a ese otro mundo para no crucificarlo, hipotecarlo en una materia siempre imprevisible, siempre caduca.

Lo han cantado miles de pancartas y voces por todo el planeta: “Otro mundo es posible”. Sólo resta enterrar el rencor y la muerte. La muerte no la crean los terroristas, los maniacos, los asesinos…, la muerte la alumbramos nosotros mismos, insuflando su falso espectro. “Otro mundo es posible”, pero sale muy caro si el sorbo de vida es tan efímero. ¿Merece la pena otro mundo de tantos sudores sin prorroga de disfrute? ¿Y si los plazos se prolongaran sin límite? No el aburrido tañer de la lira sobre el algodón flotando en un aséptico infinito, no el concilio de los buenos jugando un inacabable dominó, no la holgazanería a perpetuidad conquistada por una vida proba, sino eternidad como un continuo forjar de amor y voluntades. ¿Y si ésta fuera un crear y recrear otros mundos posibles, un idear nuevos paraísos, nuevos pueblos, comunidades, planetas…? ¿Y si los desafíos no se acabaran, si cada existencia presentará un nuevo y más ambicioso reto, si cada escenario que construyéramos fuera cada vez más hermoso, luminoso, fraterno? De repente, el más allá nos podría exigir un dinamismo, un esfuerzo, un ingenio que asustaría a los angelitos de perennes vacaciones de nuestra iconografía tradicional. “Otro mundo es posible”, pero quizá la mayor aduana la hemos levantado en el fondo de nuestros corazones, al poner condiciones al amor y caducidad a nuestros días. ¿Para qué levantar utopías si dentro perduran setos y barreras, para qué fabular sueños si los arrastra a la nada el primer viento?

Por supuesto, otro mundo es posible y además nos llevaremos el cielo cuando consigamos limpiarlo, nos llevaremos lechugas y tomates biológicos, cuando cultivemos en pequeños huertos, nos llevaremos las cascadas cuando les devolvamos su color de cristal, nos llevaremos nuestras ciudades cuando las tapicemos de jardines, nos llevaremos olor de fraternidad cuando esté instaurada en todas nuestras geografías…

Dejaremos cuerpo agotado, pero volveremos una y otra vez llamando nuestro espíritu a la aldaba de estancias cada vez más maravillosas, más gloriosas.

El otro mundo posible no cabe en las estrechas paredes de una religión dictada y dirigida a distancia, pero tampoco se puede estrellar en la desesperanzada caducidad de un secularismo y materialismo imperantes. Descarguemos a los curas de la culpa de haberse apropiado de nuestros destinos imperecederos y comencemos a diseñar nuestro propio escenario de eternidad.

Los movimientos de progreso de día en día menos agresivos, más creativos, más esperanzados están llamados también a atender a los interrogantes de otoño. Su inversión de felicidad colectiva puede alcanzar inesperados y anchos futuros. Las gentes inquietas, los artesanos del “otro mundo posible”, los rebeldes con causa de todas las geografías, pueden estirar sus horizontes más allá de lo conocido, encarar con sonrisa la aduana de la mal llamada muerte, apuntalar una utopía sobre cimientos aún ignotos. Llega la hora de comenzar a iluminar las lúgubres estancias concebidas en el más allá por gentes tan escépticas, como generosas y entregadas.

El otoño es antesala de espejismos. Las hojas que golpean la puerta de nuestras casas no están muertas. El invierno aún no ha conseguido hasta el presente acabar con la vida. No le pongamos nosotros fin, si ni el frío, ni la nieve pudieron con ella. “Otro mundo es posible”, otro mundo de abundancia y gozos compartidos, otro mundo que juegue con las hojas del otoño, pero que por nada se crea su disfraz de oro viejo, su artificio de muerte, su engaño de caducidad.

En las playas de Kuta (Bali), en medio de numerosas flores y velas, círculos de familiares y amigos de las “víctimas” elevan hacia el cielo un “Om” de amor y compasión. Allí, a falta de hojas de otoño, de hayedos mudados en maravilla, el océano infinito, la olas incansables se encargan de devolverles la esperanza: “Vuestros ‘muertos’ viven. La vida nunca se acaba”.

 
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