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Cabellos al viento

Hay un equilibrio ancestral entre lo oculto y lo diáfano, del que depende a menudo la continuación de la propia vida. No todo tiene que ser revelado a la primera, ni siquiera el rostro femenino, la más excelsa de las creaciones. El ocultamiento puede dar también poder. La mujer es muy libre de conservar el misterio, el “eros” mediante el velo o el pañuelo.

Algo muy distinto es el decretazo de Mahmud Ahmadineyad. Cada mujer iraní sabe cuánto de su cabello pertenece al mudo y cuánto únicamente a ella. Sólo ella conoce esa precisa proporción. La barba de ningún ayatollah se puede meter por medio.

Ningún poder está legitimado para irrumpir en algo tan personal. La administración en cada cuál de lo escondido y lo manifestado es intransferible. Es una decisión íntima y por lo tanto sagrada, en la que nadie puede inmiscuirse. El clero chií no puede gobernar sobre el vestuario de una mujer. Isis siempre camina libre y a sabiendas de lo que ha de mostrar, de lo que debe ocultar, en razón de las circunstancias, según por dónde avanza.

Las distancias siempre las marca ella.

En nombre de la religión se profana lo más sagrado del ser humano que es la libertad. En nombre del Profeta se legisla sobre lo que jamás Él se pronunció. Su primera mujer no llevaba ni pañuelo, ni velo.

No les tapan los ojos que sirven para ver, no les privan de la boca que necesitan para comer. Les privan del cabello que invita a florecer y si todas florecen se acaba la dictadura. Muchas se preguntan al peinárselo: ¿Con qué jugará el viento en las calles y avenidas? ¿En dónde se enredará el aire que llega del desierto? ¿Dónde reposará la mirada pura, dónde enmudecerá el hombre, cuando todas estemos ocultadas?

Pero no hay pañuelos para ahogar todos los cabellos. Sus hijas remontan las azoteas y con su pelo, color de cobre, saludan al cálido viento.

 
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