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“Memoria de Midelt”

No vuelvo con anchos desiertos a la espalda, ni con exceso de estrellas en las pupilas, ni de arena en los bolsillos, pero sí con el brillo de las miradas que fui a buscar y que encontré en esta pequeña pero emergente población al pie de los Atlas. Los viajes toman sentido tras cruce con esas miradas colmadas de profunda calma y gozo internos. Arranca en el aeropuerto de Casablanca el motor del avión y con la paz de la altura llega el momento también de ordenar las notas y los recuerdos. Se eleva la nave y doy gracias a Dios por esas miradas que se cruzaron y me bañaron, a saber también en qué medida sanaron.

De vuelta a casa sobre un Atlántico inmenso, voy trayendo al cuaderno lo vivido los días pasados en Marruecos. Grato ejercicio el de acercar al mundo el testimonio de quienes allí lejos todo lo dan. Pasaría los días entrevistando a esa suerte de humanidad fuera de lo común, intentando transferir su fuego intransferible. ¿Quién conquistara en la vejez esas canas de una vida colmada de obras y de empleo en un incondicional servicio? Me permito aquí el elogio que deberé evitar en próximas entregas más formales y periodísticas. Hablaremos de ellos y con ellos/ellas. Nos sentaremos en sus esterillas de paja, a la vera de sus humildes cocinas de codiciada leña, al pie de su tajo de permanente entrega.., e iremos sonsacando en futuros envíos su testimonio sin tacha.

Concretamente se trata de cuatro entrevistas a cuatro personas entrañables que encontré en Midelt y sus montañas. Gabriel Camiña, voluntario bilbaíno de mucha edad. Tiene a sus espaldas 14 años de estancia junto a las hermanas Misioneras de la Caridad de Calcuta y es buen conocedor de la Madre Teresa. Marie Vaillé, misionera franciscana de María, anciana y veterana misionera también del amor y de la vida. Conforma pequeña comunidad con otra hermana enfermera, Bárbara, compartiendo los días de forma humilde y solidaria con las gentes nómadas bereberes en las estribaciones de los Atlas. José Luis Navarro, el monje trapense que tuvo la gentileza de invitarme al monasterio Notre Dame de l’Atlas y me permitió, gracias a su gran hospitalidad, vivir todas estas experiencias. Por último tuve el privilegio de entrevistar largo al último sobreviviente de la matanza de Thibirine (película “De Dioses y hombres”). El también monje del mencionado monasterio, Jean-Pierre Schumacher, de 87 años de edad, es aún vital y entero testimonio humano de la más pura compasión y perdón.






El viaje me ha dado igualmente la oportunidad de acercarme a un Islam más amable, genuino, original. Junto a esas miradas brillantes, también buscaba poder observar de cerca la manifestación de una fe que en occidente tanto nos interroga. Al no tenerse que expresar el Islam allí a la defensiva, se nos revela muy a menudo generoso y hospitalario.

Dada la omnipresencia de lo occidental, uno puede incluso llegar a comprender el celo del musulmán en la defensa de lo propio. Sentado en diferentes alfombras junto a un té verde cada cual más azucarado, vi ese celo y firmeza, pero también nobleza en el corazón y la palabra de los interlocutores. Vi vidas guiadas por el amor a Alá, no tanto por el temor hacia Él. Vi una devoción antigua, pero sincera y sobre todo sonrisas enteras en sus rostros. A fe que reímos mucho y la sonrisa y su fuerza liberadora, su potencial de apertura y generosidad es la más sólida garantía ante el fundamentalismo. De cara a la Meca el musulmán se rinde al Absoluto, humilde, agradecido varias veces al día y se rinde en grupo, sin necesidad de intermediario, transformando en templo cualquier lugar. Tenemos tanto que aprender los unos de los otros. Ojalá el futuro sea el más ancho espacio que jamás la humanidad creáramos para el mutuo aprendizaje y fecundación.

Vi el sano y entrañable abrazo entre civilizaciones en la esfera de lo pequeño y cotidiano. Paseando por la Kasbha de Midelt, literalmente de la mano de una hermana de también 80 años, observé en cada esquina el aprecio que sus humildes vecinas profesaban por esta monja, por nombre Monique. (Ver foto adjunta) En esas conversaciones en árabe que nada entendí, pero que observé rebosaban de mutuo afecto, pude contemplar los mundos diversos que se reconocen, se respetan profundamente y se gozan en el encuentro. El abrazo de civilizaciones puede comenzar con el abrazo de las miradas en las callejuelas oscuras y sucias de un laberinto de barro.




Bien es verdad que entre muros también sentí el peso de la religión y su legado en mi fuero interno. En el monasterio, las campanadas a la vigilias me sonaban algo lejanas, como si el tiempo de las oraciones sólo leídas o memorizadas ya estuviera llegando a su fin, como si hubiera que dar vida a una nueva oración más sentida, más viva, más en círculo… Hasta el amable adobe de un monasterio puede ser jaula si el espíritu no se recrea, no renace a cada instante. Sí, la esencia liberadora de la oración puede estar también en los libros manoseados, pero sobre todo habrá de hallarse entre los pliegues del alma.

Me quedo con aquella puerta siempre abierta, con aquella choza a la que la gente de la aldea montañosa llama diariamente en busca de ayuda o socorro. (Ver cuarta y última foto) Me escondo en su austero oratorio, desnudo de todo menos de invisible vida y de aurora. Me quedo con su anciana moradora, con la pregunta sempiterna, una y otra vez renovada en cada viaje: “¿Habrá alguna persona más feliz que aquella que se entrega por entero a los necesitados?”. Sí, abajo rezaban todo el día, pero sin pretender para nada contraponer lo que en realidad se complementa, me quedo con la oración-vacuna, la oración que deletrea junto a los niños las letras, la oración-aliento, amparo, compañía… Me quedo con la oración que es ascenso a las alturas en busca de los nómadas bereberes que necesitan atención y medicina…

De seguro que contemplación y acción mutuamente se nutren entre sí, pero aún con toda mi admiración por la vida monacal, los salmos y las letanías no se han renovado en cientos de años y el amor y la entrega al prójimo se actualizan a cada instante. El impulso hacia fuera y hacia dentro son las dos caras del mismo Impulso, pero arriba en la montaña todo son renuncias y el viento corta en los meses de invierno y las nieves cierran los caminos y hunden las lonas…

Desde estas alturas del avión habría que saber observar el mérito en todo, pero las palabras se reúnen solas para glosar el ejemplo mudo. Valle y montaña, oración y acción y en medio, en el verde allí casi lujurioso de la ribera, se amontonan todos los interrogantes junto al inmenso vergel de manzanos con sus frutos estos días rebosando.






Creo en aquella Iglesia africana, ensayada en el encuentro interreligioso sincero, Iglesia de abajo y de arriba, de piedra y de barro, pero algo empuja a acampar allí, junto a las moradas fundidas en el paisaje, más allá de los manzanos, al amparo de las altas cumbres, donde cantan los torrentes, donde se renueva a cada amanecer, en cada llamada a la puerta, el genuino amor cristiano. Creo en esa Iglesia que no pone ni siquiera una cruz en sus pobres casas de paja, barro y guijarros, que sabe de la anatema del proselitismo, del poder del contagio del ser y del obrar, nunca del catecismo o su palabra moribunda; Iglesia anónima y valiente que remonta las alturas, hasta esas lonas bajo las que se protege el nómada enfermo y necesitado...

No pude contribuir a los salmos, sumarme a las letanías… Mis vigilias se quedaron a medio recitar. El motor en marcha del vehículo era el sonido que en verdad aguardaba. La mirada escudriñaba furtiva al reloj en medio de la solemnidad de los oficios. Al fin y al cabo son ellas, en este caso las monjas franciscanas de María, las que nos instruyen en la lección siempre pendiente de más y más entrega.

El ánimo se encendía en el momento de tornar la llave de contacto, de arrancar el vehículo camino de la montaña. La clave seguramente estriba en integrar lo aparentemente opuesto: las manos que se juntan en la oración y las manos que siembran, que curan y acarician. Contemplación y acción o la búsqueda al fin y al cabo de una armonía nunca fácil de alcanzar.

Dice el comandante que sobrevolamos ya la gran ciudad. Se agota el tiempo Casablanca-Madrid en esta ventanilla felizmente soleada. Antes de caminar de nuevo el asfalto y sumergirme en su marabunta, aprovecho hasta el último instante el privilegio de esta atalaya. Apuro este recogimiento que surca nubes y cielos, para dar gracias por todo lo vivido y que iré, si Dios quiere, compartiendo en sucesivas entregas. La nave se lanza ya a tierra, pero mi oración todavía sobrevuela los Atlas, permanece entretenida, derramando fuerza y coraje a esas bravas mujeres, que son Cristo vivo en las amarillas, soberbias y desnudas montañas de Marruecos.

 
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