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¿QUEMAR PARÍS?


Los chavales que hoy queman París no saben si alcanzarán los 62 años, tampoco si entonces querrán seguir trabajando. Ignoran aún en qué se emplearán…, pero ya están quemando y llevando el caos a las calles. Ahora estamos bien lejos de esas llamas. Su fatuo fuego nunca nos resultó tan ajeno, pero en su día muchos quisimos quemar nuestro particular París, sacar nuestra rebeldía juvenil en la más cercana oportunidad de confrontación callejera.

En los años ochenta, Donosti no estaba en llamas todos los días, pero había jaleo asegurado muchos, muchos atardeceres. Como buenos “revolucionarios” nos habíamos mudado al extrarradio obrero a vivir y la pregunta de cada noche de vuelta al hogar comunero era: "¿Hay hoy autobús?". Las compañías de transporte los quitaban al menor incidente, pues no querían perder unidades.

Los chavales que hoy queman París no saben si alcanzarán los 62 años, tampoco si entonces querrán seguir trabajando. Ignoran aún en qué se emplearán…, pero ya están quemando y llevando el caos a las calles. Ahora estamos bien lejos de esas llamas. Su fatuo fuego nunca nos resultó tan ajeno, pero en su día muchos quisimos quemar nuestro particular París, sacar nuestra rebeldía juvenil en la más cercana oportunidad de confrontación callejera.

En los años ochenta, Donosti no estaba en llamas todos los días, pero había jaleo asegurado muchos, muchos atardeceres. Como buenos “revolucionarios” nos habíamos mudado al extrarradio obrero a vivir y la pregunta de cada noche de vuelta al hogar comunero era: "¿Hay hoy autobús?". Las compañías de transporte los quitaban al menor incidente, pues no querían perder unidades.

Cuando mi padre me decía que un día quien suscribe sería bombero y no incendiario, por dentro me mofaba. "!Qué poco sabía mi progenitor de la firmeza y fortaleza de mi espíritu revolucionario!", me decía para mis adentros. En realidad, mi padre siempre tuvo razón en todo lo que me sugirió, que nunca ordenó. Lo que ocurría es que jamás levantaba la voz y yo venía de gritar por las calles. No atendía las voces bajas, maduras y por lo tanto urgidas de respeto.

Mi “aita” sabía que un día yo escribiría estas letras de "bombero". No tengo su dirección. Desconozco en qué gloriosa estancia descansa su alma cargada de tan profunda como discreta sabiduría. Si supiera de sus pistas correría a devolverle la razón que le negué. Vivimos la cultura de la queja, pero nuestros mayores vivieron la del esfuerzo, la superación y la entrega y a nosotros se nos ha olvidado todo eso. La gasolina y los cristales rotos sobran siempre, pero más aún cuando la reivindicación puede hallar sus justos, ordenados y legales cauces.

La mente superior va tomando felizmente con los años gobierno sobre una emocionalidad inferior más primaria. La cuestión es entonces no haber hecho estragos, no haber quemado París, ni haber derivado en drama la catarsis juvenil. Todos tenemos nuestro voto, aunque no escondamos "cócteles molotovs" en el garaje. Nuestro mundo está en exceso condicionado por quienes gritan, queman y volatilizan valores compartidos y sin embargo no atienden a cabales argumentos. No escuchan, como no lo hizo servidor, a sus mayores. Tengo más de 62 y no quisiera nunca jubilarme. Ojalá Dios no me quite el teclado de los dedos, ni el delantal de la cintura. Me gustaría seguir cocinando para los yoguis, conspirando para el alba y escribiendo en la clave de esperanza hasta el día del último aliento.

Seguramente nunca debimos quemar París, ni alterar la vida de nuestros tranquilos barrios. A este "bombero" las llamas de estos días sólo le producen pena, su fulgor no tienta ninguna nostalgia, ni prende ningún rescoldo revolucionario. No termino de entender esa Francia encendida. Encendernos, si es caso, contra nosotros mismos, si estamos desde primera hora de la mañana en un tajo ajeno, en un quehacer que no nos llena. No debiera ser que aguantemos toda la vida trabajando en algo que nos desagrada. No debiera ser que pongamos al país patas arriba porque no queremos trabajar hasta los 64 años si disponemos de salud.

Salvo en actividades que impliquen un especial desgaste físico o mental, no debiera mediar tanta prisa. ¿Dónde queda el gozo de trabajar y por lo tanto de donarnos a los demás, de emplearnos en su beneficio? En vez de reivindicar y pedir siempre al Estado, por qué no nos demandarnos a nosotros poder servir a la comunidad más tiempo y mejor. No debiera ser que pensemos tanto en nosotros mismos y tan poco en los demás. No debería ocurrir que no reparemos en las pensiones del prójimo, de los que han de venir, de quienes aún no están llegando.

Vamos demasiado a lo nuestro y la botella incendiaria nos vuelve aún más individualistas. Adolecemos de compromiso con lo colectivo. ¿Por qué no reformar las pensiones, tal como pretende el gobierno galo, para que así llegue para todos? El Estado no es necesariamente ese ente abstracto y lejano que siempre está enfrente y que es preciso a toda costa combatir. El Estado somos cada uno de nosotros y de nosotras y podemos imbuirlo de un espíritu de responsabilidad, integración y solidaridad.


Madrid 18 de Marzo de 2023

 
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