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Jerusalem, la Gran Disyuntiva

Los descendientes de Ismael e Isaac siguen a la greña. Uno de los mayores obstáculos: Jersusalem y el arbitrio de un gobierno compartido en esta ciudad igualmente sagrada para árabes e israelíes.
La reciente ocupación por parte del ejército israeli de Gaza y Cisjordania ha agravado sensiblemente la situación. El anciano patriarca, que ya nonagenario concibió a su segundo hijo, seguramente no pensó que su prole dividida llegaría a confrontarse a tal extremo.

La Jersusalem bíblica de David y Salomón mantiene su importancia político y religiosa en nuestros días. Es en realidad el más intenso laboratorio humano, allí se dilucida la mayúscula disyuntiva de un futuro mundo dividido o hermanado. La Yerushalayim también árabe, que en 1980 fuera declarada “ciudad eterna del estado de Israel”, representa la ejemplificación de nuestro mayor desafío de civilización: el reto de cohabitar culturas y religiones en un mismo lugar santo.

En los albores del tercer milenio no debería de haber tierra sagrada por la que batirse. En realidad no existen lugares más sagrados que otros. Cada quien sacraliza un lugar, no sólo los sacerdotes con sus botafumeiros, los “muslim” con sus cantos, las “malinches” con sus sahumadores… Basta un incienso, una flor, una buena intención, un elevado sentimiento. No es preciso poner sangre, tumbas y guerras para elevar un Ni el Vaticano, ni la Meca, ni Benarés, ni Jerusalem,… merecen, por lo tanto, cruzada alguna.
En el siglo XXI los lugares sagrados ya no serán por más aquellos disputados a capa y espada; los constituirán, por el contrario, esos espacios de encuentro en los que se concitan la fe de unos y otros, donde se fecunda unos credos y otros, donde se hermana un Dios con los Otros… A diferencia de lo que la historia nos ha enseñado, la confrontación no sacraliza un espacio, si es caso lo maldice. Cruzadas y “yihads” por la liberación de enclaves santos sólo han sido excusa para desatar los más bajos instintos de poderío, codicia y lujuria.
Un lugar sagrado es aquel en el que el hombre, imbuido de fe y gratitud, vuelca su alma hacia el Cielo. No es preciso preparar argamasa, superponer piedras. Los chamanes americanos ni siquiera se sienten en la necesidad de elevar templos, trazan su círculo en la naturaleza, lo limpian y lo sahuman. He ahí su lugar sagrado, protegido frente a todo ataque de los eventuales “espíritus malignos”. Cuantos más participantes participen del círculo henchidos de interno gozo, más sacralidad desbordará también el paraje. Cuanto más inclusivo sea el aro de la comunión, cuanto más afán integrador se emane, cuanto más afecto se desprenda hacia lo aparentemente lejano y ajeno, más se elevará ese enclave.

La sangre no sacraliza un lugar, las tumbas tampoco. Recuerdo la mirada apretada de un oficial de la “Armija” bosnia en Mostar. Eran los tiempos, no lejanos, de la guerra y aquel ciudadano, travestido en militar, absolutamente persuadido de lo digno de su lucha, evocaba la sepultura de sus antepasados al Norte de la ciudad de Travnik, como excusa de la guerra en que se batían. Su aldea estaba bajo dominio serbio. Por recuperar aquellas tumbas vestía galones, aquellos nichos llenos de osamentas justificaban nuevos combates, nuevos esqueletos.
Obispos, popes, gurús…, autoridades religiosas de uno y otro credo tampoco sacralizan necesariamente los lugares. En muchos momentos de la historia fueron los que más los mancillararon, animando a la disputa, ofreciendo “eternas salvaciones” a cambio de dejarse la vida junto a los "santos” estandartes, en pos de santas “conquistas”.

Sólo el amor sacraliza los lugares. Cuanto más se derrocha más sagrado es un entorno. Aquellos rincones más anodinos pueden revestir para nosotros una carácter especial si en ellos enterramos, de una u otra forma, su mágica semilla. El amor encarna en los seres y estos a su vez en lugares. He ahí los espacios “eternos”, aquellos perfumados por un éxtasis místico, por una compasión infinita, de un desbordante afán de servicio y entrega.
Al igual que la interna, la Jerusalem externa sólo es “recuperable” en florida y amorosa batalla. Los palestinos tienen derecho constituir su anhelado Estado, a gobernar en la parte antigua de una ciudad que también les pertenece y encierra un especial significado religioso. ¿Pero hasta qué punto constituye un gran logro esta eventual nueva división?¿No se trata de un meandro más en una historia ya acabada, en la vieja inercia de las naciones y religiones divididas y enfrentadas?

El ser humano se empeña, a menudo, en perseguir fuera aquello que ya lo habita. La verdadera batalla se libra al pie de las murallas internas. El templo al que nos debemos se alza a la vera de nuestro más íntimo patio; allí albergamos capilla, santos y reliquias. No es preciso batirnos fuera, pues el oro del verdadero altar refulge dentro.
La verdadera intifada es aquella en la que nos implicamos para alejar al ladrón que también nos habita, al usurpador que se apoderó de nuestro propio tabernáculo. Los budistas pluralizan, los refieren como “legión de egos”, de variados monstruitos que se instalan en nuestro “santa santorum” con las más endulzadas y sibilinas excusas. Seguramente las intifadas callejeras callarán una vez hayamos salido victoriosos en revueltas más internas.
Al día de hoy, la Jerusalem ahogada en violencia no es más sagrada que cualquier otro lugar de la tierra. Ni antes, ni ahora justifica una sola gota de sangre. Merece por el contrario revivir su vocación de lugar de encuentro. Sus rincones, plazas y templos serán de nuevo benditos cuando dejen de llover piedras, cuando las tres grandes religiones que laten en sus vetustas construcciones se encuentren. Jerusalem resplandecerá en su pluralidad y riqueza, este “banco mundial de pruebas” reportará en positivo, cuando israelíes y palestinos sellen la reciente y dolorosa historia, y reparen, por fin, en que son hermanos, nietos de un mismo patriarca, Abraham, artífices por aliarse de un mismo y más glorioso futuro. El mundo respirará entonces más tranquilo.

 
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