Peregrino

Seguía las flechas amarillas, al tiempo que se sacudía el polvo cristalino de otros mundos. Alguien le habló de la “poza de agua salada” en medio del calvario de un camino asfixiante. Estaba y no estaba. Flotaba, no peregrinaba. Traía la mirada nublada de los peregrinos de antaño. Su pelo rubio denunciaba un origen nórdico. De seguro que era uno de esos alemanes desbordantes de coraje, que arrancan de París, pues los treinta días de la ruta española no les basta para completar su interna singladura.

Descargó la pesada mochila junto al pretil y liberó su cuerpo de una ropa empapada de sudor. Lo suyo no fue un baño, sino un ritual elevado. Recogió un poco de agua entre las manos y la dejó caer en prueba de agradecimiento supremo. No sólo sumergió lentamente su enrojecida piel blanca, remojó también espíritu y alma estirado en “plancha” con los ojos cerrados y dio libre asueto a un espíritu que debía suspirar altos vuelos. Nadie osó zambullirse mientras que el peregrino gozó de ese éxtasis sobre las aguas.

Me consta que cada año recibimos en Estella toneladas de anónimos santos, como este joven alemán que nos instruyó en agradecidos y ceremoniales baños. No sé si apreciamos en su debida medida este desembarco de ojos claros, de auras relucientes, de sudores perfumados de gloria… No sé si valoramos ese cruce de mundos, ese arribo de letanías y preces lejanas, de tradiciones espirituales diferentes a orillas del Ega. Los peregrinos no son sólo ingresos en nuestros comercios y hoteles, sino, ante todo, reclamo de acogida, oportunidad de puertas abiertas y bendición para el alma, a veces soñolienta, de nuestra ciudad agraciada.

Zubileki 20 de Junio de 2001

 
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