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Navidades sin estruendo

Las justas causas quizás deban aprender también a echar su freno. Quizás no sea preciso prolongar el invierno de la desolación y la muerte, no sea indispensable que los cañones sigan escupiendo destrucción y dolor. ¡Ojalá las Navidades pudieran poner punto final a esta tragedia planetaria, la copa de champán tuviera otra y poderosa razón para entrechocarse con otras…! Quisiéramos más izadas de la bandera ucranianas en nuevas y felices plazas, pero no tintadas de tanta sangre, al precio de tanto sufrimiento.

A todas luces, a todos los niveles Rusia ha perdido el pulso. Va cediendo el músculo orgulloso del desatino. Su andanada fuera de tiempo se ha saldado con estrepitoso fracaso. Corre el alcohol y el hastío entre una soldadesca sin ideales, limitada a acatar la anacrónica locura, a obedecer al dictador sin escrúpulos. Hay muchas humanidades dentro de nuestra humanidad, pero la que confía en el poder del más fuerte, la que se sirve de la guerra como forma de resolver los conflictos, ya ha sido rotundamente frenada. Ha ganado por contra la humanidad que desea fervientemente que “nuestra era no sea de guerra” (Declaración del G20 en Bali).

Conmueve ver elevarse esa tela hacia los cielos de Jerson. No en vano allí donde ondea el amarillo y el azul se respetan las libertades y los derechos humanos. El homosexual puede seguir siéndolo, el joven no es llamado a matar a otro joven por una causa injusta, la disidencia tiene cauces de participación, el incómodo no es físicamente liquidado…

Nadie dude que la barbarie invasora pondrá un precio muy alto a la conquista ucraniana de más territorio. Más allá del Dniéper hay mucha “sangre, sudor y lágrimas…” Los abrazos de las abuelas y las flores de las jóvenes serán mucho más caros. En algún momento habrá que dejar de izar banderas en los cielos y visualizar en la tierra una mesa de negociaciones. El coste de estampar arriba más azules y amarillos puede ser terrible. Cada vez más voces se alzan en Europa y EEUU sugiriendo la necesidad de esas negociaciones. Algunos altos militares norteamericanos ya previenen sobre la quimera de una victoria militar total ucraniana.

Quizás Crimea pudiera esperar... A dos minutos de la justificada algarada está el estruendo de un infierno que conviene empezar a apagar. Es preciso cuanto antes atajar el sufrimiento humano. La guerra no debiera perdurar más allá de lo imprescindible. El mal ya se arrepiente de haber puesto sus motores en marcha, de haber sobrepasado con su poderío las fronteras de Ucrania, los límites de lo admisible. Difícilmente osará en el futuro lanzarse a una aventura tan descabellada, cruel y mal calculada.

El izado de la bandera ucraniana en la gran plaza de Jersón recién recuperada ha tenido una importante trascendencia mediática. La alegría difícilmente contenida de las autoridades y de la población se congregaba ante el significativo mástil. El componente nacionalista no era ajeno al acto, pero la bandera europea se alzaba también cercana a la enseña nacional. ¿Podemos hablar de sano sentimiento nacionalista en el acto presidido por Zelenski? Hay algo del triunfo de la civilización frente a la barbarie en ese solemne momento. Los rudos y valientes soldados que rodeaban al presidente ucraniano se merecían esos instantes de gloria. Han perdido compañeros, amigos y familiares en el recorrido hasta esa ceremonia reconfortante. Excelentemente pertrechados, saludaban a la insignia patria con una sentida mano en el corazón.

Une un enemigo común. Es natural que el fragor de la batalla insufle nacionalismo, pero será también preciso acotar todo sentimiento exacerbado. Será necesario mantenerse alertas. Ese soldador, ese maestro, médico, barrendero… un día deberán dejar su uniforme caqui, sus botas de goretex, sus cascos con mirada nocturna y volver a su origen cuando la paz. Han cumplido con creces. ¡Ojalá ese desnudo, ese retorno a sus familias y puestos de trabajo sea para cuando el champán, para cuando el aniversario del sacrificio del mayor Apóstol de la paz de todos los tiempos!

 
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