Cuento el tiempo que me falta para la encina, la hora feliz de aparcar el teclado. Gozo ese idioma nuevo para mí. Disfruto haciendo los ejercicios, fundiéndome plenamente con la Madre Naturaleza. Cada movimiento es un gesto de amor y ternura hacia la vida. Ese lenguaje, ya no de la mente machacona, sino del cuerpo relegado y relajado, ha sido un inmenso regalo más de esta crisis que poco a poco se va cerrando. Si el gobierno no nos hubiera encerrado en casa, yo no habría buscado esos vídeos, no hubiera dado la palabra al cuerpo. Primaba siempre una otra jerarquía de urgencias. De vuelta de la encina, a la noche veo vídeos de chinitos que vuelan sobre la tierra. Un día volaré como ellos. Un día ya no llevaré la tablet, ni le daré al “play”, ni miraré de reojo a mi maestro virtual al que tanto debo. Mi cuerpo sabio memorizará la entera tabla de ejercicios. Afinaré esa poesía del cuerpo, dulcificaré la rima de los brazos y las piernas más allá de la cuarentena. Yo sé que que el “Tai Chi” ha venido a mi vida para quedarse. No lo desbancará otra pretendida urgencia. Si Dios quiere, no dejaré de bajar al jardín, de inspirar hondo y expirar suave, de danzar feliz con la vida. |
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