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Saluda sus silencios

Con prudente respeto, escruta su rostro, la distancia de su mirada, el peso de su gozo y sacrificio... y suénales la bocina cuando te los tropieces en la carretera. Calibra sus pisadas, sondea la magnitud de su soledad, de su esfuerzo..., y una vez que has constatado en su andar, la sinceridad del empeño, aprieta el claxon, levanta el brazo en cómplice gesto. De seguro, agradecerán tu saludo.

Si encuentras peregrinos de los de verdad, dales cobijo, invítales a un trago, cura sus ampollas..., pero no les preguntes a dónde van. A lo sumo te apuntarán de dónde vienen, de qué huyen... No oses interrogar sobre la dirección de sus verdaderos pasos, la oculta razón de su amable fatiga. En realidad, nadie que se echa al Camino, sabe a ciencia cierta a dónde va, por mucho que las marcas amarillas aparezcan ya hasta en los sueños.

La guía “Everest” sólo marca la tumba del apóstol, los refugios y duchas precisos antes de adentrarse en el empedrado de la ciudad santa. ¿A dónde se dirige, pues, ese empeño que no se agota, ese cuerpo que alcanza mucho más de lo esperado? ¿Dónde ha colocado su verdadera meta ese hombre, esa mujer que subordina el colchón ergonómico al duro suelo, las comodidades a la búsqueda, la rutina a la aventura, los sentidos al alma...?¿A dónde va ese peregrino de nuestros días que tan a menudo vemos, desde el cómodo asiento del automóvil, desafiando la intemperie, ascendiendo, embotado en su capa de plástico, el puerto del Perdón o la cuesta de Mañeru? Saluda su bravura, dale la pista de la fuente, del refugio o del cajero automático; arrójale tu sonrisa amiga, pero no le interrogues por su auténtico destino. Acaso tienta a acertar la altura de su horizonte, pero no preguntes por qué agarró mochila, porque interrumpió monotonías y se despidió de los suyos. Estas respuestas se hayan tras el agotamiento y la nostalgia, tras los pies abrasados y el estómago enfurecido... Hoy por hoy esas claves sólo sorprenden a la vuelta del solitario camino y se comparten en confortable y añorada intimidad.

Hubo quienes se avezaban en el más crudo invierno por la desierta ruta compostelana. De vez en cuando se veía a esos nórdicos de grandes botas, voluminosa mochila y voluntad de hierro, deambular con asombro y despiste por nuestro adoquinado barrio de San Pedro. Tras esos pioneros que hicieron crujir el hielo a su paso, días más largos y templados han ido poblando de peregrinos la senda jacobea. Despiertan los campos, los primeros pétalos colorean las orillas y las veredas se llenan ya con el espeso y contagioso silencio de los peregrinos. El Año Compostelano los empuja a la senda del santo con razón añadida.

El Camino está más vivo que nunca. Se han superado los años de languidez provocados, en buena medida, por un integrismo católico primero y un acento social en lo profano después, inevitable pendular entre unos extremos condicionados por el devenir histórico. Hoy la reapertura de la ruta compostelana es botón de muestra del retorno a un equilibrio pendiente, a la vez que señal de un despertar espiritual impreciso, inabarcable. ¿Por qué saltan tantas gentes y de tantos lugares al encuentro del Camino? ¿No será, que tras fiebre y hastío materialista, retorna una nueva época impregnada de un sentido más trascendente de la existencia, ahora ya libre de tutelas y monopolios?

Ni en los días más fríos ha callado la huella de los caminantes de afuera y adentro. Pegada a la mochila, colgando del bastón, encima del gorro, del pecho..., cual consigna universal para ponerse de nuevo a peregrinar, en calles y carreteras, nos sorprende la concha compostelana. ¿Qué buscan los caminantes de la era cibernética, con sus botas de “goretex” y pomadas milagrosas, con sus teléfonos móviles y sus catastros milimétricos?

Por más que hayan cambiado los tiempos, no adolece de valor el peregrino de nuestros días. Ayer éste hacía testamento antes de agarrar el bordón, se exponía a las enfermedades, al asalto, al robo... Hoy acaricia en su bolsillo el plástico protector de la “Visa”, pero no por ello deja de afrontar un serio desafío. No hay gran demérito en el auténtico romero de los albores del tercer milenio, antes y ahora la misma búsqueda más allá de lo aparente y lo tangible, más allá de la rutina y sus servidumbres; la misma constante en la naturaleza del empeño del hombre y la mujer que a lo largo de los siglos han abandonado sus hogares para afrontar una búsqueda tan imperiosa, como indefinible.

El paisaje se ha ido trasformando, homogeneizando con exceso de asfalto y monocultivo, sin embargo se ha diversificado el factor protagonista del Camino: el peregrino. Lo más grande que le ha podido pasar a nuestra ruta sagrada es que se ha universalizado, que los idiomas y credos que avanzan por sus valles y lomas, se multiplicaran, que su magia se contagiara más allá de los estrechos límites de la ortodoxia. Porque el Camino, los caminos no pertenecen a nadie; es de los que lo hollan con fervor y alegría interna, al margen de que lleven crucifijo, “mandala”u “Om” en el pecho sudado. Lo más grande que le ha podido suceder al Camino es que su piso se ensanchara y diera paso a gentes de todos las tradiciones y sentires espirituales.

En medio de todo ello se colaron los japoneses de “Yeshika” digital al ristre, los turistas con hotel reservado, los gastrónomos santificando sus comilonas, los deportistas de cronómetro y sobredosis vitamínica... Todo ello era inevitable, al igual que la avalancha de “mountain-bikes” que apuran Roncesvalles-Santiago en diez días, a falta de otros periplos con mejor equipación de refugios para pernoctar. Sin embargo todavía hay espacio para el verdader@ peregrin@, siquiera al borde del Camino, siquiera sin techo a la vera de los albergues abarrotados.

Dicen que para el verano se espera una gran romería, pero entre pelotón y pelotón no faltarán rostros solitarios, sonrientes saludando a los más duros vientos. El Año Santo Compostelano tiene por un lado el inconveniente de la masificación; no es fácil encontrar grandes respuestas en medio de grandes fastos. Por otro lado está la tentación eclesial de querer atender por nosotros los interrogantes arriba esbozados. La omnipresente institución no debería adelantarse a responder lo que sólo cada quién, en su más escondido foro, habrá de afrontar.

Bienvenido sea el Año Santo si empuja a las gentes al Camino, si anima a empuñar el bordón de peregrino; pero que sepan sus responsables en su momento graduar el estruendo del sermón oficial, para poder dar ocasión al discurso íntimo; que sepan comprender que ya la ruta jacobea no viste color vaticano, sino que pertenece a todos los hijos de un mismo Dios, invocado con los más diferentes nombres.

No sé por quien doblan las campanas en Santiago. Quizá por los jubilados alemanes que se lanzan al Camino posponiendo la partida de cartas; por los que quisieron hacer un alto en el acelerado devenir de sus días para afinar su oído interno, por los que se les revientan las ampollas y no quiebran su contento. Quizá vuelen las campanas por los que no van corriendo para “pillar” litera en el refugio, por los que cavan y cavan a cada paso en su silencio, por quienes afinan hasta el gozo su más secreta melodía.

No sé por quien se agitan las campana compostelanas, quizá por los que compartieron el pan de su zurrón y el agua de su concha, el gozo de su corazón y la plegaria de sus labios. Quizá por los que imaginaron, siquiera un momento, que por las rutas sagradas de nuestro planeta caminaban por fin hermanados hombres y mujeres de todos los credos y religiones adheridos a una sola casta, la humanidad; a un solo lenguaje, el del corazón; a una sola religión, la del poder del amor.

 
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