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Religión por gozo, no por nota

Baldío empeño el de acotar lo inacotable, de puntuar lo impuntuable. Quieren poner escalones y aduanas al Cielo, pero no saben de pértigas y trampolines. A veces el Cielo se asalta. Ni siquiera se llama a la puerta. Se entra aunque hayas olvidado la contraseña y los misterios gloriosos del Rosario, aunque hayas suspendido una y mil veces la controvertida asignatura de religión.

¿Invita el hecho religioso a un acercamiento meramente intelectual, o más bien a una vivencia plena, profunda, holística? ¿Está alguien facultado para entrar y escrutar en conciencia ajena, por infantil que ésta sea, con block de calificaciones? Peligroso reduccionismo de la vivencia espiritual al que nos quieren conducir unas fuerzas conservadoras que tanto gusto le han cogido a la pancarta. Se resisten a que la asignatura religiosa ocupe en las escuelas el digno lugar asignado. Aspiran a nota para estrechar control sobre lo incontrolable, nostalgia de monopolio más allá del tiempo de los monopolios.

Se olvida fácilmente que la esencia de la religión es la espiritualidad y de ésta a su vez la libertad. ¿O es que siempre habremos de ir de su mano, o es que por siempre la tutela de los que se enseñorean de los Cielos? ¿Cómo asomarnos a la balconada de lo infinito sin un sentimiento de insobornable libertad sacudiendo nuestras entrañas? Sólo en libertad llega el gozo de la experiencia interior, el supremo agradecimiento, expresiones inconfundibles de la presencia del Espíritu.

Olvidemos la nota de religión, olvidemos el número o la letra fuera de lugar, que pretende calificar lo incalificable. Devolvamos a los chavales la libertad de la que nunca se les hubo de haber privado. En la era Internet, en la hora de la exploración sin límites a golpe de “ratón”, de los viajes transoceánicos al alcance de más bolsillos, en el tiempo en que las culturas y tradiciones espirituales se reúnen y fecundan, no condenemos a los niños a memorizar un poco ameno y anacrónico catecismo.

Susurrémosles promesa de eternidad. Acerquémosles a los Cielos, al asombro infinito por la Creación; abrámosles el corazón a la fuente igualmente inagotable de todo Amor; abrámosles la mente al origen de toda la Luz…, pero no agachemos sus frentes sobre libros caducados; no llenemos sus cabezas de un Dios a menudo malhumorado, a punto de jubilación, con un Hijo lleno de espinas y atado por siempre a un madero. Es difícil que Cristo triunfe en nuestros días, si aún lo mantenemos crucificado, encerrado en una asignatura de obligado examen y puntuación.

Sí al Nazareno resucitado, henchido de infinito amor y aligerado de dogma; sí a la gratitud inmensa por el Origen de la vida; sí a la educación en valores, a iniciar al chaval en los principios inmanentes, eternos que comparten todos los credos; sí a abrirle el Horizonte inconmensurable de lo que no se toca, ni se ve, ni se oye…, a acercarle a la puerta de los Misterios; pero, por favor, que nadie suplante su iniciativa, que nadie ponga controles a su particular recorrido, que haga el/ella el camino que nadie puede hacer en su lugar, so pena de visceral rechazo a ese itinerario necesario de desarrollo personal, o lo que es lo mismo de fe e iniciación en la eterna vida.

Otros ya pagamos el desatino. Casi ahogan con su credo impuesto nuestra inquietud por lo que no caduca. No malgastemos más generaciones con animadversión hacia la trascendencia por el loco empeño de tratar de imponer lo que no procede, ni se puede. Respetemos el único terreno donde el ser humano es verdaderamente libre, también desde niño: el espacio inviolable de su conciencia. La fe no se incentiva con notas en el pupitre, sino con silencio admirado en la cima de una montaña, en la profundidad de un hayedo en otoño… La educación religiosa y en valores, nada tiene que ver con una nota. La calificación es evidente obstáculo para la libre y espontánea exploración de nuestra condición y destino humanos superiores.

Salgamos ya de un purgatorio agotado. Más allá de reivindicaciones anacrónicas, asuman los padres de auténtica fe los compromisos que les corresponden en este terreno. Apaguemos la “Liga de Champions” en la tele, mientras que nuestro hijo se descerebra memorizando el misterio de la Santísima Trinidad. Vayamos con él al encuentro de la noche, a explorar la celeste bóveda encendida, a asombrarnos ante el misterio inescrutable de la Creación. Recorramos juntos relatos edificantes, historias de mitologías, de variadas tradiciones religiosas… Rindámonos ante el testimonio de santos, de hombres y mujeres que lo dieron todo por el prójimo. Iniciemos juntos al borde de los sueños una oración propia; agradezcamos juntos, al lado de la cama la dicha impagable de cada día que expira…, pero por favor no impongamos credos memorizados a golpe de absurda nota.

Dejemos la pancarta, tornemos testigos de sincero e incondicional amor, para que nuestros hijos, siquiera de lejos, puedan saber algo de Jesús, de María, de Buda encarnados… Lo demás son ganas de escurrir responsabilidades y de golpear insensatamente a Zapatero.

 
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